Se ha hablado mucho de los experimentos sobre la postergación de la recompensa en los niños. Los que consiguen resistir la tentación de un premio inmediato a cambio de otro aplazado pero mejor, suelen tener más éxito en la vida. Esto da mucho que pensar sobre los comportamientos que favorecen el logro. Hay que ser capaz de renunciar a lo bueno para conseguir lo mejor. En buena parte, lograr es esperar.
La mayoría de nuestros deseos requieren tiempo
y esfuerzo. Queremos ser felices, conquistar la paz interior y el amor íntimo, conseguir
un buen trabajo, disponer de un nivel económico acomodado. Son metas complejas
y arduas, para las que hace falta completar diversas etapas, sortear dificultades,
tolerar frustraciones. Todo ello, en función de una satisfacción futura que no
está garantizada, que a menudo ni siquiera está del todo definida, que quizás
incluso se presente de un modo distinto al concebido de antemano.
Epicuro animaba a
simplificar la vida conformándose con el disfrute de los pequeños placeres; el
movimiento hippie intentó llevar a cabo ese estilo vital de felicidad
sencilla, afectuosa y libre dos mil años después. Fue un bonito ensayo, pero no
prosperó. No conquistó a la masa de la clase media: la mayoría de la gente aspiraba
a más. Al margen de la presión propagandística que nos aboca al consumismo, tal
vez revele un impulso que hunde sus raíces en la naturaleza humana. Pocos están
dispuestos a renunciar a una casa espaciosa y cómoda, a un coche vistoso o a
viajar en vacaciones.
Pero lo material no
es lo único que requiere un esfuerzo. Todo lo bueno, empezando por la propia actitud
de sencillez, es difícil; Epicuro nunca lo negó. La virtud cuesta trabajo; la madurez
se logra con sufrimiento. “Lo que caracteriza a la inteligencia humana es su capacidad
de inventar proyectos y enderezar hacia ellos sus energías operativas”, postula
José Antonio Marina. Habría que añadir: mantener esas energías en el tiempo, a
pesar de las dificultades y de los placeres inmediatos que tienden a desviarnos
en cada esquina.
Necesitamos,
entonces, ejercer ―y ejercitar― la voluntad. Tolerar la
frustración, aprovecharla para templarnos en ella, tomar sus lecciones como un
elemento de aprendizaje. Necesitamos acostumbrarnos a mirar más allá de lo
inmediato, a concebir futuros mejores, a establecer las etapas necesarias para
aproximarnos a ellos, a soportar el hecho de que, muchas veces, no los
alcancemos del todo. Necesitamos poner fuerza y coraje, y fundar una
resistencia que se dilate en el tiempo.
“Tenemos que
armonizar anhelos contradictorios”, reflexiona Marina, pero, sobre todo, tenemos
que mantenernos fieles a nuestros proyectos, “que son irrealidades pensadas con
las que nos seducimos desde lejos”. Ese “seducirnos” es el que nos provee de
motivación, es la Ítaca hacia la que partimos y sin la cual no habría viaje.
Pero mantener el rumbo a pesar de las tormentas y las distracciones, como hizo
Ulises, requiere convicción y voluntad, perseverancia y valentía: “Valiente es
aquel a quien la dificultad o el esfuerzo no le impiden emprender algo justo o
valioso, ni le hacen abandonar el propósito a mitad del camino”.
Ulises
cometió muchos errores, se entretuvo muchas veces, pero siempre acabó volviendo
a la ruta, porque jamás renunció a su meta. Lo perdió todo por el camino, pero
al final consiguió llegar. No dejó que su determinación sucumbiera a la
atracción de lo fácil o al desánimo de lo difícil. Si hay un camino para
triunfar pasa por continuar. Lograr es esperar, pero no con pasiva esperanza,
sino con renovada iniciativa.
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