Ir al contenido principal

¿Mejores?

El futuro nos arredra, como todo lo desconocido, pero es el único tiempo dócil a los sueños, el único que se deja impregnar por las oportunidades, y por eso tiene el aire fresco de la esperanza. Los videntes merecen estrujar nuestros bolsillos porque hacen poesía con nuestras ilusiones; inventan, como los profetas o los artistas, los futuros deseados que nosotros no nos atrevemos a afirmar. Por eso hay que tener cuidado con sus hermosas mentiras, porque nos tienen de su parte de antemano.
Ahora que parece amainar la pandemia, y se insinúa el final de la pesadilla, más de una voz empieza a especular con los augurios del mundo que nos encontraremos al salir a la calle. Nadie duda que será un mundo más extraño y más difícil, ni que la resaca de la amargura será larga. Pero nos acostumbraremos a él, como a todo, y aprenderemos a mantener distancias y a rociarlo todo con desinfectantes, y tendremos por normal cruzarnos con gente sin cara. De hecho, todo eso nos parecerá insignificante comparado con las jornadas de pavor que hemos vivido: la tétrica oquedad de las calles vacías, el desquiciamiento de los hospitales, la argolla cotidiana de los muertos. Y aun nos parecerá menos mientras bregamos con tanto como nos queda por perder, cuando tengamos que lidiar con la ruina y la precariedad, que durarán más.

Ante estas negras perspectivas, es natural, casi obligado, verse invadido por la pesadumbre. Sin embargo, la propaganda ha perpetrado un optimismo recalcitrante que no se da fácilmente por vencido. El optimismo, aunque no responda a la realidad, tiene siempre a su favor las melindrosas razones del corazón: queremos vivir y no pedimos más que nos convenzan de que es fácil; o, dicho con fatalismo oportunista, la vida sigue. Es cierto que la alegría siempre merece que la defendamos. Pero sería preferible hacerlo, como Spinoza o Epicuro, desde la lucidez, mirando las cosas como son y sin demasiadas componendas. Lo terrible sigue siendo terrible aunque se vista de empalagosos universos redentores.
No resultan muy convincentes los que insisten en que esta crisis es, en el fondo, una oportunidad; que no solo no podrá con nosotros, sino que además nos hará mejores. Dicen que por fin aprenderemos a valorar lo realmente importante, eso que perdimos o pudimos perder: los seres queridos, las pequeñas libertades, la plácida trivialidad de nuestra rutina. Dicen que, después de tantos días saliendo a aplaudir juntos a los balcones a las ocho de la tarde, habremos recuperado la noción de la solidaridad; que reclamaremos más cuidado en los servicios públicos, que no permitiremos que sigan desmantelando la sanidad para preservar los turbios negocios del capital. Dicen que habremos entendido en serio lo que vale un peine, y que no consentiremos que vuelvan a encandilarnos con la feria del consumismo. De la noche a la mañana seremos un pueblo unido, consciente y luchador.

Se exagera nuestra capacidad de variar en un mundo que seguirá rigiéndose por los mismos parámetros. Tal vez sea así por algún tiempo, pero el recuerdo languidece pronto ante el apremio de la realidad. Habrá demasiado que hacer para demorarse mucho en el pasado. Nos distraerán con nuevos problemas y viejos espejismos. Lo más probable es que olvidemos aprisa los aprendizajes y las buenas intenciones. Una vez más, ese mundo que no habremos cambiado, que no nos sentiremos capaces de cambiar, nos cambiará a nosotros. La próxima tormenta nos volverá a tomar por sorpresa. ¿O quizá no? A veces hasta el más distraído aprende la lección.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá.  Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvid

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Grandes esperanzas

«La esperanza es lo último que se pierde», proclama el refrán popular, animándonos a no cejar en los empeños que valgan la pena. Fue, en efecto, la esperanza lo único que se quedó sin salir de la caja de males de Pandora. Curioso mito que expresa la profunda ambivalencia de ese sentimiento: ¿qué hacía en un depósito de males, y por qué no salió con los otros a hacer estragos por el mundo? ¿Se quedó en lo más profundo como último acicate del corazón, o para envenenarlo con su melancólica fe en la redención futura?   Ese don divino, que retuvo para nosotros la temeraria muchacha, huele a trampa. La apuesta contumaz por el mañana vivifica el ánimo abatido, pero también congela su mirada. Esperar tiene algo de cautiverio, de impotencia. Así nos lo previene Spinoza, hermanando esperanza y miedo. Esa «alegría inconstante» que nos inspira la primera tiene el reverso de la «tristeza inconstante» del segundo: uno nos lleva a otro sin darnos cuenta, paralizándonos en la contemplación de una qu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado