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Aún no

En un capítulo decisivo de la serie Juego de tronos, cuando las fuerzas de los vivos están a punto de sucumbir al ejército imbatible de los muertos, la hechicera le pregunta a Arya Stark: “¿Qué le decimos al Señor de la muerte?” Y la sabia muchacha grita con fuerzas renovadas: “¡Hoy no!” Y corre a hincarle una daga de vida al Señor de la muerte, devolviéndolo, junto a todo su ejército, a las sombras del no ser, donde nada puede ya hacer a los vivos. Hoy no, aún no: esa es la única fuerza que, al final, puede hacer valer la vida frente a la destrucción.


En tanto que finita, la vida consiste en una mera prórroga. Heidegger acertó: si lo único ineludible es morir, la muerte marca el compás de la existencia, la reduce a un ser para no ser, pues solo el tiempo separa el ser de su hecatombe. La duración es lo único que queda, un valor relativo que le sirve al ánimo, a lo sumo, como parche, como alivio momentáneo, pero que no le calma la angustia de lo que le espera: aún no, tal vez no hoy, tal vez en años, pero solo en años. El despliegue entero del ser se vuelca en esa fragilidad definitiva, es un flujo teleológico; vivir queda reducido a esperar. 
¿Hasta qué punto importa el hecho de que esa espera sea larga o corta? El resultado será idéntico: cada instante de presencia es una moratoria, deja de poseer entidad por sí mismo, y su entidad se reduce a la medida de esa espera. Existir se reduce a un fugaz accidente. ¿Importa entonces el tiempo? Importa, ya que es lo único que tenemos, mientras lo tenemos. Aún no: la vida quiere seguir, quiere perseverar, como decía Spinoza, y se esfuerza en ello con un afán tan desesperado que olvida su condición de aplazamiento. ¿Vale la pena? No desde un punto de vista absoluto, pero sí relativo; y, frente al tiempo, ese valor relativo es el único que le queda la existencia. 

Y ese aferrarse al Aún, nuestro único alivio, es también, inevitablemente, la fuente de nuestra angustia. Unamuno lo glosó trágicamente: no me vale el tiempo, no me vale lo provisional, yo quiero la eternidad, esa eternidad que me prometía el cristianismo y que la razón me niega. No extraña que muchos prefieran refugiarse en la ilusión de eternidad, “dar el salto”, como hicieron Pascal y Kierkegaard, y adormecerse en los tibios brazos de una esperanza dudosa pero ferviente. Gracias a ese curioso arrobamiento de la fe, quedamos para siempre a salvo del Aún, podemos entregarnos a la finitud sin reticencia, ya que tras ella se insinúa una infinitud redentora. Bendita sea esa capacidad humana de creer lo increíble. 
Más valiente, sin embargo, parece la propuesta de Buda: sumergirse de lleno en la lucidez, renunciar a todo, proclamar la inestabilidad sin componendas; en definitiva: afirmar el fin como si ya fuese un hecho, en tanto realmente lo es, puesto que todo está naciendo y muriendo a cada instante. Y es el instante, sin pasado ni futuro, lo que se impone, y lo que nos libra de la ilusión del tiempo: un presente reducido por ambos lados hasta lo infinitesimal, que equivale, como decía Wittgenstein, a otra versión de la eternidad. La renuncia nos libera de toda expectativa, la entrega perfecta nos cura de toda esperanza. 

Seguiremos diciendo “Aún no”, pero sin aferrarnos, dejando discurrir la vida hacia su fin como si no fuera nuestra (sin un “quién” que se apropie de nada “suyo”). A salvo de la esperanza, pues ya no hay nada que esperar: existir es un estar que guarda en sí su propio no estar; la muerte como perspectiva queda revocada por la muerte como hecho. ¿Nos salvará este argumento? Seguramente no, y por eso el budismo prefiere experimentarlo, zambullirse en el no ser a través de la meditación, que se desembaraza del “Aún no” al habitar el “Sí”.  

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