Uno de mis recuerdos
preferidos es la evocación de una tarde de la infancia que pasé jugando con una
niña vecina de mi abuela. La escena me llega a la memoria entre tantas brumas
que apenas sabría precisar ningún detalle. No recuerdo ni la cara de aquella
niña, ni nada de lo que hablamos o hicimos, ni cuánto duró la visita.
Apenas se me esboza en la mente la imagen de un salón en su casa, mi saludo
vergonzoso, su sonrisa. Pero conservo con mucha intensidad la sensación gozosa
de estar a su lado, la dulzura del rato que pasamos, la difusa evocación de una
conversación feliz hilada de confidencias y complicidades.
He atesorado esa
estampa toda la vida, enseña nostálgica del amor ideal, quizá porque no se me
dieron muy bien los amores reales. La duda que me acomete a menudo es si esa escena
sucedió realmente, y si fue tal como la recuerdo o tanto romanticismo es fruto
de mi imaginación soñadora, que inventa más que revive. Si no fuera porque años
más tarde mi madre me confirmó la existencia de aquella niña, dudaría de ella
misma, puesto que no la volví a ver.
Los psicólogos tienen
cada vez más claro que la memoria no consiste tanto en un almacén de
experiencias pasadas como en un mecanismo de reconstrucción y reinterpretación
del pasado desde las circunstancias presentes. Nuestros recuerdos son
reestructurados, como quien cambia los muebles de sitio, cada vez que los
engarzamos en nuestra historia de la forma que más nos conviene. Un detalle
inventado por aquí, una omisión por allá, y el recuerdo, creado y convertido en
relato, se encaja más o menos con nuestra necesidad de vivir ―o la contradice, lo
que puede ser otro modo de cumplir una función pertinente: en ocasiones
necesitamos llevarnos la contraria; a veces, ¡ay!, no sabemos vivir sin una
piedra en el zapato―.
Esta tendencia, una
vez más, reafirma aquel axioma de que nos importa más la vida que la verdad. El
concepto de nosotros mismos ―y sus mitos fundacionales radicados en el pasado― no aspiran a ser
fidedignos, sino que están hechos para dotar a nuestra existencia de
significados apropiados, que, una vez establecidos, tienden a retocarse para consolidar
su coherencia ―recordemos la disonancia
cognitiva, que es también emocional― y su plausibilidad. Necesitamos que el vivir
tenga sentido, y ese sentido se expresa siempre en forma narrativa: somos una
historia, y son las historias que nos contamos acerca de nosotros mismos las
que nos hacen descifrables, las que van perfilando eso que llamamos identidad.
Si nuestra historia funciona, si da cuenta de nosotros de manera satisfactoria,
o si, simplemente, es la que hemos asumido, tenderá a ganar en detalles, a intensificarse
hasta cobrar carta de realidad, aunque en el fondo se trate de un mito sobre
nosotros mismos.
Esas historias
confieren sentido y fuerza a nuestra frágil presencia en el mundo. Aportan
también seguridad, al enraizarnos en una secuencia causal y coherente, y por
tanto previsible y explicable. No soy un ser caótico, no me comporto de un modo
determinado por mero azar, sino porque “soy así” y no puedo ser de otra manera:
así me han predispuesto mis genes y me han modelado mis vivencias. El fatalismo
implícito nos protege y nos justifica. Reacciono con agresividad porque desde
pequeño tuve que aprender a defenderme, o con poca resolución porque nadie
elogió mi valía: no falta nunca una coartada ―el padre alcohólico, la madre ausente,
los compañeros brutales…― que da cuenta de esa
naturaleza ineludible. Otro ejemplo: soy depresivo porque mis padres no me
comprendieron, o me abandonaron, o no me dieron el cariño que precisaba… Desde
el psicoanálisis, los pobres padres han cargado cada vez con más
responsabilidad sobre nuestro talante y hasta nuestra suerte. ¿Y qué le voy a
hacer? “Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”, se lamentaba con voz
lastimera Jeanette en una canción que se hizo famosa en mi infancia.
Así pues, la memoria,
más que un almacén de información, se nos revela como un instrumento puesto al
servicio de nuestra supervivencia, o de nuestro interés. Como archivo no parece
demasiado fidedigno, sino más bien ambiguo y maleable, un conjunto de
manchurrones en el muro del tiempo en los que vemos lo que sabemos o queremos
ver. El presente fuerza al pasado a su favor, lo usa como causa y como pretexto.
Si soy infeliz, tal vez opte por renegar de mala suerte ―que es a menudo,
también, otro mito, como sucede con el concepto del karma―, o bien puedo
explicármelo lamentando una infeliz infancia en la que no conté con modelos
adecuados. También lo bueno puede consolidarse y ganar sentido con el
salvoconducto del pasado: si soy feliz con mi pareja, es porque estábamos
hechos el uno para el otro, porque era mi “media naranja” ―mito sempiterno donde
los haya― y estábamos
predestinados a encontrarnos.
Sartre llamaba “mala
fe” a estas componendas, a estas excusas instrumentales y míticas con las que
aligeramos la responsabilidad. Para él, siempre somos libres ―y por tanto
responsables― de lo que elegimos.
En un sentido absoluto, es obvio que tiene razón. Pero olvidó que no somos
seres de una pieza, sino una amalgama de felicidades y traumas, de alimentos y
hambres, de apuntalamientos desesperados y pérdidas angustiosas. Olvidó nuestra
naturaleza narrativa, la conspiración de los genes, el enquistamiento del
dolor. Olvidó que, de las fuerzas que nos mueven, la menos intensa es la razón,
y la más potente ―a menudo a nuestro
pesar― es nuestra historia,
real o mítica, pero siempre grabada a fuego en forma de emociones insidiosas,
de convicciones enquistadas, de comportamientos automáticos. En definitiva, el
admirable filósofo francés ignoró el peso de la narrativa, a menudo
inconsciente, casi siempre desfigurada, pero, por imaginaria que resulte,
activa de un modo muy real. No es la verdad lo que nos mueve, ni siquiera lo
que nos interesa: es el mito y la memoria construida.
¿Legitima eso
nuestras excusas y nuestras distorsiones, tantas veces torticeras? En absoluto.
Desde el punto de vista ético, hay que ponerse del lado de Sartre: estamos
requeridos a exigirnos lucidez, a trabajar a su favor, a optar por lo arduo del
pensamiento crítico. Pero desde el enfoque vitalista, desde la urgencia del
vivir y la vulnerabilidad del ser, podemos al menos dedicarnos una cierta
comprensión piadosa, y a menudo quizá no tengamos más remedio que hacer la
vista gorda. La verdad no solo duele: a veces, simplemente, sus ángulos no
encajan con la ardua sinuosidad de la existencia.
Una infancia
desdichada o una economía precaria no justifican al maltratador, pero deberían
volvernos más cautos a la hora de juzgarlo, y desde luego de explicarlo y
prevenirlo. Deberían servirnos para admitir en él una complejidad que va más
allá de la simple sentencia cristiana de pecador o monstruo. En una proporción
que desconocemos, es cierto que “el mundo le hizo así”: eso, que no lo disculpa
(y por tanto no le exime de sanción), sí añade una dimensión en la que es tan
víctima como culpable, en la que nos hace a todos un poco responsables, en
tanto que cómplices de una sociedad que engendra maltratadores. Y si queremos
que deje de haberlos tendremos que reflexionar también sobre esa responsabilidad
común.
Truman Capote, en su
novela A sangre fría, descartó la
simplicidad y puso su empeño en perfilar pacientemente los requiebros del laberinto
humano; los asesinos de Kansas pudieron elegir, pero, por más que nos incomode,
hemos de admitir que también eran víctimas: de su miseria, de su desesperación,
de su propia narrativa personal de seres a la deriva por una sociedad que no
tenía lugar para ellos, una sociedad que genera monstruos. Cuando se abrió la
trampilla del patíbulo y la caída les quebró el pescuezo, ¿no estábamos desplomándonos
con ellos, un poco, cada uno de nosotros? ¿No hay en todos los
“ajusticiamientos” algo de esa fantasía de redención colectiva que cumplen los
chivos expiatorios, como tan bien supo explicarnos René Girard?
Por consiguiente, hay que responder a Sartre que sí,
que siempre podemos elegir, que poner excusas basadas en lo externo es mala fe.
Pero matizándole que esa dimensión ética coexiste con otras muchas dimensiones,
donde tienen también su lugar el pasado, tanto el real como el mítico. La ética
no puede ceñirse al ralo veredicto de la dicotomía bueno/malo. Tiene que
atreverse a sondear las intrincadas profundidades del individuo que se las
apaña en el mundo, los apaños con que su memoria haya zurcido los desgarrones de
su biografía. De lo contrario correremos el riesgo de caer en simplificaciones
que son, a su vez, míticas: la bella y la bestia, el ángel y el demonio… Al final, no solo importa si somos culpables,
sino también los mil matices de la culpabilidad.
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