No sé dónde leí una
vez que, según la terminología tibetana, hay cuatro enemigos principales: la
pereza, el apego, la rabia y el perjuicio de sí. Se entremezclan y unos son
consecuencia de los otros.
¿Se pueden
simplificar de este modo las causas de los sufrimientos humanos? ¿Se puede
reducir el conjunto de la experiencia de una vida, tan compleja, tan poliédrica,
a unos pocos principios? Desde los griegos hemos soñado con un manual de
instrucciones para la buena vida, una receta cuanto más simple mejor; y esa
tendencia se ha hecho más acusada en nuestra época de prisas, eslóganes
inmediatos y creciente esquematismo mental. Sin embargo, los budistas tibetanos
llevan cientos de años esforzándose por sintetizar las orientaciones para el
buen vivir, haciéndolas más manejables y facilitando su transmisión y su aprendizaje.
Lo han hecho, es
cierto, entremezclándolos con múltiples personajes míticos, rituales
sofisticados y creencias atávicas. Eso lo hace más vistoso: es difícil
contemplar un dibujo tibetano sin sentirse turbado, y no se puede asistir a una
puja, con sus cantos graves y sus
estridencias inesperadas, sin tener la impresión de que se accede a un estado
hipnótico. Aunque entiendo que todo ese abigarrado artificio tiene su poder
impactante, personalmente, prefiero la transparencia prístina del budismo zen, que
se limita a sentarse durante horas y mirar a la pared sin la más mínima
metáfora. Sin embargo, eso no quita que las enseñanzas tibetanas, tan
sistemáticas, puedan inspirarnos valiosas reflexiones.
Empecemos por la
pereza. Siempre he sido muy perezoso. El problema de lo importante, por más
discernimiento que tengamos para distinguirlo, es que suele requerir esfuerzo,
y yo soy más bien de naturaleza indolente. Un paseo hace bien al cuerpo y al
alma, pero hay que salir a la calle y caminar, y sobre todo hay que reservarle
un tiempo y disputárselo al tráfago cotidiano. La meditación es la actividad
más centradora a la que podamos entregarnos, vindicada por místicos de todos
los tiempos, pero requiere el esfuerzo de sustraerse a las ocupaciones y
personas que nos reclaman, componer para ella un tiempo y un espacio, reafirmar
una actitud interior que se escabulla de la baraúnda de los días. El amor y la
amistad, en fin, reclaman atención y tiempo, presencia y entrega, cuidado y
delicadeza. Y no pocas veces, conflicto, porque no hay relación humana de una
cierta intensidad que no sea conflictiva en algún momento. Avanzar en la vida
es abrirse a la complejidad: reconozco que a menudo renuncio a cosas por pereza
de afrontar esa complejidad. La gente es enriquecedora, pero suele dar bastante
trabajo, y en casa se está muy bien. No quiero caer en el cinismo: cuando se
ama, el esfuerzo es también un gozo, y la dificultad un privilegio. Pero gozo y
privilegio tienen su precio.
Hay perezas más amplias,
como la que nos impide hacernos cargo de la propia vida, la que nos empantana a
la hora de cumplir con la tarea de hacer nuestra existencia fructífera. Cuando
sabemos lo que hay que hacer, y no lo hacemos por pereza, el resultado es
empobrecedor. Esa pereza que nos limita en nuestro proyecto es objetivamente un
mal hábito al que hay que plantar cara. Frente a la indolencia, hay que oponer
diligencia, voluntad, constancia, disciplina, convicción. Todo eso cuesta, sobre
todo mantenerlo. Los lamas se sirven para ello de la mente: visualizan los
actos y sus buenas consecuencias para facilitarlos. Puede ser un buen recurso.
Pasemos al apego. Los
budistas han dicho tanto y tan bien de los males del apego ―en consonancia con
muchos de nuestros filósofos, como los epicúreos y los estoicos― que no se pueden
cuestionar su influencia perniciosa y la conveniencia de regularlo. Lo cierto es
que apegarse es humano, o, mejor dicho, parece inhumana la total ausencia de apego.
Quizá, más que pretender desprenderse de ello por completo, se trate de vivirlo
como un juego, una especie de teatro, recordando siempre, sin perderlo de
vista, que en un nivel más profundo sonreímos escépticos, que el juego es solo
un juego, que algo en nosotros sabe que no podemos apropiarnos de las cosas
puesto que no controlamos su mutabilidad. Todo pasa y se agota; los dones se
nos conceden y se nos arrebatan. El placer se extingue, la alegría se
ensombrece, la paz se perturba. Y uno de los ejercicios más difíciles y más
necesarios de nuestra humanidad es aceptar esa verdad y dejar ir con agradecimiento
(a veces con resignación) lo que se nos sustrae. Es un ejercicio de madurez y
de humildad.
Dejando aparte los
apegos a personas, que parecen intrínsecos a lo humano, los peores y los más
difíciles de controlar son los que mantenemos hacia nuestros sueños, caprichos,
expectativas y hábitos infantiles. “Ahora que soy hombre me comporto como
hombre”, dice el Eclesiastés, pero muchas veces no es así, nos demos cuenta o
no: nos empeñamos en cumplir el guion que compusimos en la infancia, y por eso
damos vueltas y vueltas en torno a las mismas limitaciones, prisioneros del relato
que prefijó un niño sufriente y desconcertado. Cobrar conciencia de ello es dar
ya un gran paso: como dicen los budistas, las cosas son peores cuando se
mantienen en la ignorancia.
A continuación hay
que fomentar en el espíritu las condiciones para transformar esos apegos
tempranos, y alimentar la voluntad. Habrá que renunciar a algunas cosas, la
principal aquel niño que fuimos ―que nos da pena dejar de ser―, o más bien su
predominio. El adulto que somos tendrá que convencerle y tranquilizarle
pacientemente para que le ceda las riendas y se deje guiar. Hay siempre en ese
paso algo de pérdida, de envejecimiento y de muerte. Por eso tenemos que
meditar mucho en que la vida es todas esas cosas, ir cediendo poco a poco a la
derrota del tiempo que culminará ―debemos recordárnoslo― con el
desmoronamiento final y la desaparición eterna. El ansia humana por escapar de
la muerte subyace, probablemente, en los más hondos apegos. Llevarla hasta un
blando consentimiento es una de nuestras tareas primordiales.
El niño se apega a
sus miedos porque el vacío de quedarse sin ellos le inspira un pavor mucho más
grande. Hace falta mucha delicadeza, mucha ecuanimidad, mucha entereza para
abrazarlo y animarlo a soltarse, poco a poco. De lo contrario, jamás podremos
ser adultos. Ser adulto es consentir en crecer, y crecer es renunciar a los
paraísos perdidos y, en ese desprenderse, morir un poco.
Uno de los apegos
infantiles más difíciles de abandonar es el que nos enroca en la rabia. Cuando
uno se enfada, renunciar a ese enojo es como perder parte de la propia
dignidad. Así es como la ira o se expresa o nos atrapa, si no sabemos escabullirnos
de ella.
Y de esas profundas
rabias que sentí de niño surge el vicio del autoperjuicio, que convertí en
hábito porque permite dar entidad a las contrariedades de un modo más o menos
seguro. No las remedia, pero al menos las convierte en algo concreto y definido,
y sobre todo controlado: todo queda en casa. Mi autoestima estaba por los
suelos y yo me sentía convencido de no contar con que nadie ni nada se
interesaran realmente por lo que yo sentía. Así que, cuando me invadían el
enfado o la frustración, solo me quedaba, para sentirme seguro, el triste
alivio de darme cabezazos contra las paredes.
Ese recurso quedó tan
enraizado en mí que durante la mayor parte de mi edad adulta no he sido capaz de
resistirme a él. Hay una complacencia torva en conspirar contra uno mismo y
ejercer los reproches y las venganzas que no puedo (no me atrevo a) lanzar
sobre los demás. Pero, claro, tal actitud solo atañe al manejo de la rabia, no
afecta en lo más mínimo a la realidad insatisfactoria que la provoca, por lo
que nada se resuelve. Es como la canalización simbólica y silenciosa de lo que
no me atrevo a expresar abiertamente. Ni siquiera sirve para generar culpa en
los otros ―que es el triste consuelo
que persigue nuestra fantasía―,
seguramente porque es demasiado callado y simbólico. Insistir en ello es un trágico
error, que no hace mejor nuestra vida, sino que la atenaza en diabólicos
círculos viciosos. Perdonar, cuando no tenemos otra manera, es un buen recurso
para ponernos a salvo de los venenosos entramados de la ira. Perdonar y perdonarnos,
por compasión, por prudencia o por simple cansancio.
Decíamos, pues: pereza, apego, rabia y perjuicio de uno
mismo. Tal vez existan otros, pero sin duda los budistas aciertan recomendándonos
permanecer atentos a esos cuatro enemigos. Probablemente nunca los superaremos
del todo, pero si procuramos conocerlos y descifrarlos, si aprendemos a
arreglárnoslas con ellos de manera inteligente, si no les permitimos tomar
impunemente las riendas, podremos al menos mantenernos más lúcidos y más
libres. Lograr algo así, no es poco.
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