Un niñito, de apenas dos o tres años, corre por la acera con una caja en la mano. La madre le llama y le dice que vuelva. El pequeño se detiene y la mira, como tanteándola, pero no retrocede. La madre le repite, ya a gritos, que regrese a su lado. El crío aguanta la sonrisa, titubea, pero sigue quieto. La madre empieza a contar: «Uno…» El niño frunce el ceño, se da por vencido y camina hacia ella, arrastrando los pasos.
Suele asumirse que los niños necesitan llevar la contraria para reafirmarse, para sentir la entereza de su identidad. Las madres necesitan vencer a los niños para que estos no se conviertan en tiranos, y les impidan protegerlos y guiarlos. Lamentablemente, por cansancio o por pereza, por inseguridad o extravagantes convicciones, hay actualmente muchas madres (y padres) que dimiten en esa disputa. Pero no era ese el asunto al que íbamos aquí.
Los pulsos de poder son un fenómeno apasionante, que nunca me cansaré de observar y de admirar. Suceden de manera constante, incluso en una broma, incluso en una caricia. En los animales se aprecian bajo su expresión más aparente y primitiva; en los humanos alcanzan asombrosos niveles de sutileza y refinamiento. La diferencia reside solo en el grado de sofisticación, en el contraste entre la mera sintaxis o la profusión de la semántica.
El poder palpita en el corazón mismo de la sociabilidad, la cual, en cierto modo, emana de él y se despliega según su relevancia. No se puede comprender la dinámica de las relaciones sin contar con el poder como fuerza motora, como aspiración y objeto en disputa. Tal vez todas las interacciones se puedan remitir a una forma de manifestación del poder: la historia de sus intentos épicos y sus trágicas (o no) capitulaciones.
Como cualidad esencial de las relaciones, el poder es la capacidad del individuo para hacer que otros se comporten, por acción o por omisión, a su favor. Un animal no se atreve a dirigirse a un alimento porque otro se acerca; un tercero prueba a aproximarse y aquel lo obliga a apartarse con un gesto amenazante: en ambos casos se está ejerciendo poder, ya que se influye en la conducta ajena según el propio interés. Se está instrumentalizando al otro. En la misma línea, alguien nos perjudica pero callamos, o bien al protestar somos objeto de una represalia agresiva: ambas actitudes están evidenciando la imposición de un poder.
El animal que quería acercarse al alimento insiste. Recibe gruñidos y amenazas, y ante ellos se retira, haciendo patente su sumisión; pero cada vez se aleja menos, y luego vuelve a aproximarse. Al final, con un rápido movimiento, se lleva algo de comida. El otro opta por ignorarlo. Eso también es poder.
Supongamos que el niño de antes se acerca a la madre y le hace un arrumaco; es una forma de seducir. O bien se pone a llorar: es (puede ser) una forma de manipular mediante la culpabilidad o el hartazgo. Hay muchos modos de vencer, o de debilitar la preeminencia del otro. Todo eso es poder. Poder que aumenta o disminuye, que gana o que pierde: que gana perdiendo o que pierde a pesar de ganar. Spinoza captó como pocos esta permanente oscilación de los encuentros.
Estamos hechos a estos pulsos, forman la materia de nuestra convivencia cotidiana, pero no se puede negar que resultan tan fascinantes como agotadores. De vez en cuando necesitamos relajarnos un poco, al menos en lo más acuciante, al menos en lo más grave.
De ahí que las interacciones tiendan a condensar determinados guiones, que no surgen en el vacío, sino enmarcados en argumentos más amplios impuestos por la sociedad. Son los rituales, muchos de los cuales están tipificados como normas. Los poderes sociales son estructurados mediante instituciones y jerarquías. Todos esos artefactos tienen como misión (para bien o para mal) asentar el poder, regular y canalizar sus conflictos, estereotipar su ejercicio. En las sociedades primitivas, la legitimidad de esas arquitecturas del poder procede de los dioses, a través de los dogmas religiosos. El paso siguiente es la ley, que implica a la vez una imposición y un compromiso, una pretensión de aunar intereses sin renunciar a una autoridad arbitraria.
Maquiavelo, ya en los albores de la modernidad, estudió los trucos del poder institucional desde un punto de vista práctico, y recomendaba aplicarlos sin complejos ni reticencias. El poder se consagra con él en un objetivo en sí mismo, cosa que seguramente nunca dejó de ser, por lo que no cabe acusarle sino de sincero. Las consignas de Maquiavelo nos estremecen por su rotunda franqueza, su salvaje sentido común: «Nunca intentes ganar por la fuerza lo que puede ser ganado por la mentira»; «Los hombres ofenden antes al que aman que al que temen»...
Cuando las instituciones son cuestionadas, se avivan nuevos pulsos de poder: por eso Hobbes pedía un Leviatán: «La base de todas las sociedades grandes y duraderas ha consistido, no en la mutua voluntad que los hombres se tenían, sino en el recíproco temor». Pero no idealicemos: un Estado sin principios es solo un instrumento al servicio de quien lo monopoliza, y por tanto un elemento más conservador que favorecedor de progreso general. Kant completó a Hobbes al reclamar que el poder estuviera siempre bajo la guía de la voluntad y la razón, incluso de la empatía y la apuesta por una justicia que solo puede emanar de un poder moderado y compartido. Con ello somete el poder a la ética. Y de la intención ética surge ese pacto entre iguales, siempre imperfecto pero siempre preferible, que es la democracia.
Hay quien procura ser ético en sus pulsos de poder, y quien se limita a invocar a un Leviatán al servicio de los privilegios y un orden social interesado. Viéndolo desde el conjunto de la sociedad, Marx llamó a este pulso lucha de clases, y lo consideró la pauta que rige la evolución histórica. En realidad, la ética cotidiana, íntima, personal, no va tan lejos; pero sin ella —sin su propia dialéctica a ras de tierra— ninguna lucha universal tendría valor.

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