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El billar de Spinoza

Nuestros días son montañas rusas. Un alud de sensaciones se suceden a ritmo enardecido, como respuesta a lo que nos pasa. La señora del estanco nos dedica un comentario simpático, y salimos sonriendo por la puerta. Un coche no se detiene cuando vamos a pasar, y nos encendemos de indignación. Creemos naufragar cuando comprobamos que la cartera está vacía. Al lento ascenso le sigue una caída vertiginosa. Y allá vamos nosotros, atados en nuestra vagoneta, sometidos a sus ascensos y sus caídas, sin saber muy bien qué podemos hacer.


Spinoza creía que no podemos hacer mucho. El mundo es como un tablero de billar lleno de bolas que nunca se están quietas. De vez en cuando, lógicamente, chocan. Algunos choques nos transmiten potencia, o al menos nuestro impulso se impone, y esa sensación de fuerza es la alegría; otros impactos nos empujan de golpe al agujero, y esa caída delinea la tristeza. Así, nuestra potencia, el conatus, se pasa el tiempo aumentando o disminuyendo, oscilando entre alegrías y tristezas. Lo máximo que podemos hacer a nuestro favor es procurar alejarnos de lo que nos mengua o nos excede, y aproximarnos a lo que nos tonifica. También podemos, aunque sea más difícil, ejercitarnos en la virtud, para promover en nuestro interior actitudes y pensamientos que nos fortalezcan. Pero eso no nos librará de precipitarnos un día en la trampa de una araña cuyo veneno nos destruya: un conatus contrario al nuestro y ―mala suerte para nosotros― superior. A Spinoza le encantaba contemplar ese triunfo de las arañas, que a él no le parecía trágico, sino simplemente natural. Sin duda, el insecto atrapado en la telaraña no era de la misma opinión. 

Lo que más nos importa del billar de Spinoza son las pequeñas oportunidades de maniobra que nos deja. La suerte (o el destino) manda, pero dentro de nuestra parcela nos permite un cierto margen de movimiento. Es la eterna paradoja del determinismo: aunque no seamos libres, incluso si nuestras elecciones están predestinadas, la voluntad se percibe a sí misma con capacidad de elegir, y ese brete, tan real, es lo que cuenta. En definitiva, el determinismo de nuestra existencia no nos impide que seamos nosotros los que la despleguemos. 
Así, con inteligencia y práctica, tal vez logremos convertirnos en hábiles transeúntes del tablero. Aprender a evitar lo que nos debilita o esquivar lo que nos sobrepasa; reconocer y practicar lo que nos fortalece, aproximarnos a lo que está a nuestro favor. Las bolas más sensatas y más diestras, las que están en el lugar apropiado y se deslizan mejor, tardarán más en despeñarse por un agujero y, sobre todo, disfrutarán de un juego más satisfactorio. 

Toda la corriente terapéutica cognitiva, tan de moda en nuestros días de destino pret-a-porter, tan al gusto de la New Age y sucedáneos, se basa en la premisa de que nuestras acciones, emociones y vivencias emanan de las ideas que las sostienen. Si aprendemos a pensar de manera positiva, nuestras actitudes y nuestros comportamientos serán más satisfactorios. Puede que tal premisa sea certera, pero a mí me chirría la rigidez de esa ecuación. No tengo tan claro que el meollo esté en el mero pensamiento, o solo en él. 
Me parece que las cosas son más complejas. En cada uno de los sucesos de nuestra vida confluyen incontables circunstancias, tanto externas como internas. Y aun circunscribiéndonos a lo interno, creo que las motivaciones están llenas de sentimientos espontáneos e incontrolables, de misteriosas tendencias que nos arrastran desde la médula de nuestro ADN. Spinoza hablaba de afecciones para referirse a lo que se nos mueve por dentro como consecuencia de lo que nos impacta desde fuera. No somos meramente reactivos, pero en cualquier caso todo aparece mezclado de forma inextricable: la reacción emocional, las ideas, los deseos… De ese misterio podemos sacar en claro al menos una parte: la que procede de nuestra conciencia y nuestra voluntad. No es la única, y según los psicólogos ni siquiera es la principal, pero es lo que tenemos. Con ella lleva bregando la filosofía desde Buda, Aristóteles, Epicuro y Zenón; a ella apelaba Montaigne en su búsqueda de un mapa del buen vivir; desde ella nos hablan todas las filosofías de la felicidad. 

En cualquier caso, no basta con pensar mejor. Hay que traducir los pensamientos en actitudes, y las actitudes en hechos. Comprobando lo inestables que son nuestras sensaciones, la poca sustancia que tienen a veces, lo deprisa que se suceden y se disipan sin dar explicaciones, parece mentira que nos cueste tanto dejar de tomárnoslas en serio cuando se presentan. Las emociones son invasivas y totalitarias: lo ocupan todo, hasta el punto de que da la impresión que no pueda haber nada fuera de ellas. Un despertar alegre nos ilumina el día, y nos sentimos capaces de cualquier cosa… al menos mientras dura su entusiasmo. Hay tristezas que caen sobre el mundo como un manto traslúcido que emborrona todas las cosas. Hay angustias que nos desesperan y a través de cuyo tumulto nos cuesta dar un paso. Sabemos que todas ellas son transitorias, sabemos que cuando se vayan parecerá que nunca estuvieron ahí, sabemos que las olvidaremos; pero no conseguimos sustraernos a su imperio mientras están. 

¿O sí? No es fácil, pero con práctica y determinación, a veces, conseguimos abrir un resquicio y ver más allá. Se trata de disponer de unas cuantas ideas claras, y luego entrenarnos, como los atletas y los soldados. Se trata de acostumbrarnos a elegir, consolidando nuestra libertad en lugar de dejarnos llevar. El principal mérito del budismo zen es que consiste, ante todo, en un insistente programa de adiestramiento: la meditación calma las emociones y educa en el desapego. Así, las sensaciones desfilan una tras otra sin calar demasiado, o al menos sin quedarse más de la cuenta. 
La montaña rusa sigue con sus subidas y bajadas, pero ya las esperamos. Las bolas de billar siguen chocando, pero ya conocemos las reglas del juego. Si además seguimos el consejo del viejo Spinoza y colaboramos con aquello que nos ayuda, al tiempo que nos prevenimos de aquello que entorpece, es probable que la vida se convierta en un viaje llevadero, y tal vez incluso pleno. El buen vivir de Montaigne, la ataraxia de Epicuro, la alegría de Spinoza. Somos expertos navegantes.

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