El tedio es el testigo del adormecimiento del deseo, de una vitalidad aturdida. Uno se aburre porque deja de proyectarse hacia el futuro, como cuando desea, y queda empantanado en la facticidad del presente. Pero al amortiguar el deseo ofrece también la oportunidad de no vivir en la carencia (puesto que el deseo es carencia, es lo que falta). La ocasión de habérselas con la vida tal como es, reconciliándose con su aurea mediocritas. Y rescatar así lo que realmente es el gozo: plantarse aquí y saber fundar en ese aquí (vulgar, desvaído, aburrido) la belleza del mero estar, sin desplazarlo a las brumas del futuro.
La belleza del aburrimiento es el esplendor de lo anodino: de la presencia, que nos parece menos luminosa que nuestros sueños solo porque renuncia a la tensión de la carencia. Hay que saber aburrirse, es decir, saber habitar el tedio y encontrarle sentido. Hay que dejar que la vida también se suma en el légamo grumoso de la melancolía, en el espesor de la facticidad. Y para eso hay que aprender a decir sí, siempre, incondicionalmente, incluso cuando se ponen condiciones y se dice no. Es como mirarnos desde fuera, reducidos a mero observador.
Para Spinoza, probablemente el aburrimiento sería una tristeza; también para Nietzsche, que se inmoló en la pira enardecida del romanticismo. Discrepo en esto de mis maestros. El aburrimiento solo es una tristeza si nos petrifica, si realmente nos detiene. Cuando el corazón aburrido sigue latiendo, el aburrimiento es su ritmo más pausado, y en él puede encontrarse un tipo de plenitud: la del cansancio, la de la renuncia, la de las tardes de domingo. «Quizá tengan razón los días laborables», se preguntaba Gil de Biedma. Quizá tenga razón el aburrimiento, en el que bien podría residir una felicidad que no sabemos ver, frente a la pasión, en la que reside una infelicidad que no podemos dejar de ver.
¿Lo contrario del aburrimiento es el entusiasmo? Solo para quien no puede estarse quieto. El que sabe aburrirse vislumbra otra dimensión de la vitalidad: la afirmación sin condiciones, el amor a lo que se tiene, que es siempre más difícil. ¿Sería posible vivir en una tensión entre los dos opuestos, dando un espacio a ambos sin limitarlo a ninguno?
¿Y cómo conseguir eso? Entusiasmándonos con el aburrimiento, adentrándonos confiados en él. Spinoza, una vez más, lo cuestionaría: o alegría o tristeza, no las dos a la vez. Schopenhauer opinaba lo mismo, solo que para él al otro lado del aburrimiento no había apenas alegría, sino más bien dolor: o sufres, o te aburres. Y para quien no sabe detenerse, quien se obstina en desear constantemente, el hastío puede ser el mayor sufrimiento: «Hay dos catástrofes en la existencia ―precisa Schopenhauer―: la primera, cuando nuestros deseos no son satisfechos; la segunda, cuando lo son». No saber qué hacer, o no encontrar nada que valga la pena hacer, en efecto, puede convertirse en un pozo, y tal vez en eso consista la depresión. A ello debía referirse Baudelaire cuando, en la apertura de Las flores del mal, le dice al lector:
En la jaula infame de
nuestros vicios,
¡hay uno más feo, más
malo, más inmundo!
Si bien no produce
grandes gestos, ni grandes gritos,
haría complacido de
la tierra un despojo
y en un bostezo
tragaríase el mundo:
¡Es el Tedio! Los
ojos preñados de involuntario llanto,
sueña con patíbulos mientras fuma su pipa.
Estaríamos, pues, condenados a sufrir o a bostezar. Pero, ¿y esa sonrisa de la Gioconda, que es y no es a la vez? ¿No es esa la verdadera sonrisa de la inteligencia? El drama humano surge al no poder quedarse sin deseos, no poder desprenderse del futuro para permanecer en un presente nítido, que se basta a sí mismo. El afán es la hoguera que no nos deja en paz, la inquietud que nos puede convertir en creadores, pero también en destructores. Los budistas practican el aburrimiento deliberado, y descubren el esplendor, nada aburrido, de la presencia pura.
Ir en pos de nuestros deseos, ¿no tiene algo de huida? En cambio, el aburrimiento, ¿no tiene algo de llegada? Para comprenderlo hay que mirar más allá de la apariencia del tedio, que en efecto se anuncia triste y sombría. El aburrimiento parece decirnos que ya no queda nada por hacer, y eso es lo más terrible que nos puede pasar, porque nuestra naturaleza incita a perseguir anhelos y luchar por ellos, evitar sufrimientos y perecer en el intento.
«Sin Ítaca no habrías partido», escribe Kavafis: Ulises tiene que echarse a la mar para sentirse vivo; ¿acaso está muerto cuando recupera su familia y su casa? Parece que entonces ya no queda historia, y, en efecto, la historia se acaba. Sin embargo, cuando concluye el viaje aparece la posibilidad de quedarse. El viaje transforma porque nos derrota, porque nos hace más viejos y nos devuelve al hogar con una nueva mirada: la del que ya sabe lo que valen y lo que significan las cosas.
Entonces uno puede ver, tal vez, que la aventura era hermosa y espléndida, pero trivial ―«al fin y al cabo, se trata de morir», nos recuerda Camus―; la aventura resuena porque está hueca. La sabiduría reside en quedarse, que no es una mera llegada (mientras estamos vivos siempre estamos viajando de algún modo), es un quedarse, creativo y amable; una afirmación de nuestro destino, ya cumplido mientras se está cumpliendo: en definitiva la muerte, que es el punto de llegada culminante, el definitivo fin del viaje, la rescisión del entusiasmo y del hastío.

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