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A vueltas con la disonancia

Si nuestra mente no generalizara, si no estructurara el mundo en conjuntos y contrastes, nos sería imposible pensar. El mundo sería un maremágnum de puntos minuciosos donde pereceríamos sin poder agarrarnos a ninguna forma ni sentido. Percibir es trazar esquemas irreales sobre una realidad inabarcable, como se perfilan constelaciones en la infinidad del cielo estrellado. Pensar y sentir también deben serlo, según adujo Kant.


El conocimiento aspira a aproximarse a esa «realidad» de la que fuimos expulsados sin retorno, y que suponemos que existe precisamente porque nos pasamos la vida construyendo mapas de ella. Aun sabiendo que a menudo nos engañamos mucho y siempre un poco, contamos con que debemos estar haciéndolo sobre algo que realmente se encuentra ahí. 

Comprender cómo construimos nuestra percepción del mundo tal vez no nos exima de engañarnos sobre él, pero al menos puede servirnos para ser más cautos con nuestras certezas. Un artefacto de la percepción que siempre me asombra, por lo simple y eficaz, es ese fenómeno que se ha denominado disonancia cognitiva (que siempre me pareció también afectiva). La disonancia es conservadora: apuntala lo que se tiene; actúa aplicando la ley de «más de lo mismo»: cuando amamos, percibimos y pensamos dando la razón al amor; cuando odiamos, al odio. La disonancia hace que haya gente que nos parece buena (cada vez más buena), y otra que se nos antoja francamente mala (también cada vez más). 
Como buen mecanismo esquematizador del mundo, la disonancia pule las aristas y tiende a redondear las formas. Partiendo de una hipótesis ―tal vez precipitada, quizá tendenciosa, en cualquier caso nunca objetiva―, resalta todo aquello que la confirma y descarta lo que la contradice. Fuerza al mundo para que se ponga del lado que elegimos, para que se convierta en el mundo que queremos, o al menos que esperamos, o quizá simplemente que concebimos porque así nos enseñaron a hacerlo. La disonancia nos sugiere hasta qué punto la percepción es una cuestión de hábito; de ahí que las culturas y las tradiciones, precisamente por lo que tienen de familiar, guarden siempre algo de impostura. 

La disonancia, decíamos, es la gran forjadora de dicotomías, la cómplice de todas las polaridades, la antagonista de los matices y de los términos medios. Seguramente evolucionó con nosotros para hacer más manejable nuestra vida, y desde el punto de vista práctico hay que reconocer que es de gran ayuda. En efecto simplifica, hace más contrastado el farragoso mapa de la vida. Sin ella nunca acabaríamos de sacar ninguna conclusión, ni de optar por ninguna postura, ni de resolver ninguna decisión; nos moveríamos en un perpetuo mar de dilemas que nos impediría actuar. 
Así, los indecisos corren el peligro de quedar atrapados en los matices, incapaces de optar por lo principal, aquejados tal vez por un déficit de disonancia. Las personas resolutivas, muchas veces, quizá lo sean no porque ven más claro, sino porque se convencen más terminantemente a sí mismas. Y, en fin, una vez tomada una determinación, puede que lo preferible sea mantenerse aferrado a ella, mientras no se demuestre lo contrario: hay gente que sufre mucho antes de tomar las decisiones, y gente que aún sufre más después. 
Pero la tendencia extremista de la disonancia es arriesgada, si no permanecemos atentos para moderarla, dejando abierta una ventana a otras opciones. La disonancia sin cautela puede llegar a ser demasiado condescendiente con nuestras opiniones, cristalizándolas en prejuicios, y a nosotros en déspotas. Las ideas se desenvuelven al servicio de la arbitrariedad. Suele suceder, por ejemplo, que si alguien de entrada nos cae mal, sin que sepamos por qué, acabamos por justificarlo con alguna razón (¿y en quién no la encontraríamos?); es más: hallamos motivos para que nos caiga peor, puesto que solo nos fijamos en ellos. La amistad que se deshacía en halagos se transforma en un odio acérrimo: ellos son los mismos, su punto de vista ya no. 

¿Y cómo atemperar la disonancia para que no nos arrastre a extremos demasiado flagrantes, a conclusiones demasiado autorreferentes? La inteligencia minuciosa es un camino: porque hace preguntas, porque intenta mirar un poco más allá, porque se esfuerza por atender a todos los detalles, incluidos los que no nos dan la razón; porque su punto de vista es más amplio y menos esquemático, y abraza la complejidad. La estupidez, en cambio, nos hace crueles y arbitrarios, ya que estrecha nuestro ángulo de visión, o la enturbia con prejuicios. 
Pero ante todo hay que prevenirse de las emociones, siempre más poderosas que la mera razón. En épocas de precipitación y sobrecarga, tal vez porque nos sentimos especialmente vulnerables, somos más propensos a aferrarnos a lo que creemos saber, y estamos menos abiertos a lo que nos contradice. No hay persona más prejuiciosa que la que tiene miedo o la que ha sido humillada: la frustración, la impotencia, el pesar, nos abocan al fundamentalismo. 
Hace falta coraje para cuestionar nuestras convicciones, y entereza para mirar el mundo con mente abierta. Todo lo que nos debilita estrecha la mirada; la sabiduría es una fuerza y requiere fuerza: la de sobreponerse a la comodidad de lo establecido, a los automatismos de la disonancia.

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