Ir al contenido principal

Vivir cien años

¿Quién no querría vivir cien años? Por lo menos. Bueno, yo apostillaría aquello de que más vale calidad que cantidad, pero no me engaño: seguro que, cuando llegue el momento, regatearé un minuto más. La verdad es que no tengo prisa para palmarla. Es bonito ver salir el sol, incluso con dolor de muelas. Estamos hechos para vivir, y lo más feo de la muerte es que luego no te dejen volver.


No sé qué optimista ha publicado un libro para prometer a sus lectores que, de aquí a nada, todos viviremos cien años. Basta con que (siguiendo sus infalibles consejos) nos cuidemos un poco, y que no dejemos de ser, por supuesto, muy positivos; los avances de la medicina harán el resto. Bienvenida sea la noticia, ya digo, no será por falta de ganas. Qué pena que uno, con la edad, se haya vuelto más bien escéptico, y poco propenso a dejarse seducir por entradas gratuitas al País de las maravillas. 

Todo el mundo cien años… ¡Menudo problema para la Seguridad Social! Si el capitalismo ha llegado a un punto en el que no le salen a cuenta los jóvenes, no hablemos de la avalancha de viejos que se le amontonan a la salida. Ahí ya se va viendo el contratiempo que le plantea a la sociedad «del bienestar» —cada vez más desvirtuada— el envejecimiento de la población. ¿Cómo mantener a tanta gente improductiva? ¿Cómo atender a sus necesidades crecientes sin convertirlas en una carga para los que vienen detrás? 
Ya decía que no se trata de hacerle ascos a la cantidad en nombre de la calidad, pero… vamos a ver de qué calidad estemos hablando. La de los pudientes seguro que valdrá la pena: buen servicio de salud, disfrutes y comodidades, entretenimientos y viajes, y todos los apoyos que hagan falta cuando llegue el momento. Pero resulta que la inmensa mayoría de la gente es pobre, o va tirando como puede, que no es lo mismo pero es igual. Para la multitud de los que no vamos sobrados, una vejez más larga, tal como están las cosas, significa una prórroga de la miseria. Que nadie se rasgue las vestiduras: esto no es una cínica defensa de la injusticia, ni un alegato a favor del darwinismo social; es más bien el recelo amargo de alguien que toda la vida ha reclamado un mundo mejor, y ha visto cómo se lo iban escatimando. Resulta que yo soy uno de esos viejos; no de los que están peor, pero sí de los que tienen que ajustar las cuentas para llegar a fin de mes. Y cada vez tengo que ajustarlas más. Así que sé de lo que hablo. 
Aparte de lo mal repartido que está el pastel, tenemos que reconocer que somos mucha gente, y en esto quizá sí me ponga un poco darwinista. Todos consumimos, y cuanto más tenemos, más queremos consumir. Puro conatus spinoziano, definido en términos de sociedad de mercado. En esa expansión del consumo consiste el negocio de las grandes empresas, y la supervivencia de las pequeñas. Un festín que aguanta mientras no pare de crecer, o sea, si cada vez es más voraz el saqueo de la naturaleza y más masiva la acumulación de basura. No hace falta ser un genio para entender que este ciclo no se sostiene. Ya hace tiempo que la energía se agota; ahora empiezan a escasear el agua, la tierra, los alimentos… ¿De verdad hay mundo suficiente para que vivamos cien años? Y, en caso de que lo hubiera, ¿de verdad lo van a repartir entre todos? ¿Las grandes corporaciones se volverán generosas y solidarias de la noche a la mañana? 

Qué quieren que les diga, con la de problemas que hay, esto de vivir cien años me recuerda a aquellos mejunjes sanadores que antiguamente vendían los charlatanes de feria; o sea, me suena a un nuevo negocio. No solo para el autor del libro ese, que al fin y al cabo solo le saca partido al hambre de esperanza; pienso más bien en toda la industria que se puede organizar con la privatización de la longevidad, tal como se viene haciendo con la salud (esa salud heroica y cívica con la que ya hace tiempo que nos dan la tabarra, que excomulga a los fumadores mientras desmantela hospitales). Tal industria, por implacable ley del mercado, diseñará sus productos para quien pueda costeárselos. No hay vuelta de hoja: ser viejo se irá encareciendo. Envejecer será un lujo, progresivamente sofisticado, que cada vez se podrá permitir menos gente. ¡Y nos hablan de cien años! 
No me invento nada: esto ya está empezando a pasar. Las clases sociales nunca han dejado de existir, y de un tiempo a esta parte se van extremando sin disimulo. Como en los trenes antiguos y en los aviones modernos, la vejez se distribuye en asientos de tercera, de segunda y de primera. Me gusta viajar, como a todo el mundo, pero a los que vamos en tercera el viaje se nos hace más incómodo. No sé si me apetecen cien años de sustos y vaivenes. Pero si digo algo me replican que mire por la ventanilla, que ya me avisarán cuando me toque bajar.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...

Gato por liebre

En la feria de las interacciones sociales, podemos permitirnos ser benévolos, pero no ingenuos. La inocencia es una pulcritud que conviene ir embarrando, mientras dejamos que nos curta la experiencia. La sagacidad nos da la ocasión de probar a ser magnánimos con fundamento, no por ignorancia. Tampoco se trata de parapetarnos tras una suspicacia despectiva o cínica, pero resultaría cándido olvidar que, como canta Pedro Guerra, «lo que hay no es siempre lo que es, y lo que es no siempre es lo que ves». En general, podemos contar con que todo el mundo intenta sacar el máximo partido posible al mínimo precio. Incluso cuando no es así, es así. El solidario siembra semillas de una colaboración que espera que se le dispense cuando la necesite. El filántropo apacigua la conciencia o gana en prestigio. El altruismo se nutre de la expectativa. Todos esos pactos son buenos cuando son honrados, porque hacen la vida mejor para todos, que es de lo que se trata. Pero no dejan de ser pactos. Y en su m...

1984 posmoderno

Esa posmodernidad que se jactaba de haber desmantelado los grandes relatos, liberándonos de su larga sombra, ha hecho poco más que volar todas las certidumbres, sin dejar a cambio, al menos, alguna propuesta de brújula o de mapa. Su minucioso vendaval nos ha reducido a la condición de náufragos, chapoteando en un océano sin horizonte, a merced de piratas y de extravagantes ínsulas Baratarias. Entre todos asesinamos a César. Como enardecidas brigadas de demolición, ardientes conjurados, las muchedumbres del siglo nos hemos lanzado en tromba a despedazar uno a uno los sillares de esos monumentos formidables, esos templos colosales, que fueron las viejas ideas heredadas de los tiempos que aún tenían pasado y futuro. Libertad, igualdad, fraternidad, cielos o infiernos, reliquias o utopías, los conceptos sagrados de todo signo saltaron en pedazos como bastillas ideológicas y carcomidos muros.  Entusiastas renegados, invocamos la gloria de la deconstrucción. Amalgamados en una masa hom...

Niveles de interacción

Las relaciones humanas se desempeñan en diversos niveles de proximidad. Entre la compra en una tienda desconocida y una conversación íntima de amigos media todo un abanico de transacciones que varían en intensidad y sentido, y que cuentan con su propio código y su protocolo característico. Aquí proponemos cuatro niveles básicos de interacción, de menor a mayor compromiso, y que por simplificar identificamos como usufructo, gentileza, afabilidad y afecto. En el usufructo solo hay interés e instrumento. Muchas de nuestras interacciones cotidianas son con extraños. Encuentros accidentales regulados por un código superficial, en los que el individuo carece de significado personal y queda estrictamente reducido al rol (y al guion) que le corresponde en la transacción concreta. En esas interacciones ocasionales, breves y esquemáticas, el valor atribuido al sujeto es puramente instrumental: cada cual actúa exclusivamente en función de su interés concreto (¿qué necesito de ti?) y trata al otr...

De creencias y descreimientos

Las convicciones y las creencias rigen nuestra vida, y vivencias tan asombrosas como el enamoramiento o la fe religiosa pueden marcar la frontera entre la felicidad o la desgracia. Dediquémosles algunas reflexiones. En el enamoramiento, como en la fe o en cualquier otra devoción, el momento decisivo es la entrega , el pasaje de adhesión a pesar de la ambigüedad, la incertidumbre e incluso los impedimentos (o quizá precisamente como reacción a todo ello). La convicción de una creencia no se basa en las pruebas ni en los razonamientos, sino en una afirmación directa, una toma de partido ciega y concluyente, a partir de los afectos placenteros que inspira una inclinación emocional. Es el triunfo irracional y ferviente de lo afirmativo, el empeño gratamente obstinado en dar forma al material fangoso y escurridizo de la realidad.  El creyente (el enamorado es un creyente) enfoca su voluntad y la vierte en una decisión, trocada en convicción por la misma fuerza de su entrega. Aquí cobra ...