Por experiencia comprobamos que la mayoría de las personas están poco predispuestas a pedir perdón, y que eluden el mal trago siempre que pueden. ¿Aciertan en esa resistencia, o tal vez estén cometiendo un error que les empobrece?
Pedir perdón es un gesto prosocial que tiene muchas implicaciones. Estas lo convierten en una tesitura difícil y compleja, y exigen un trabajo más arduo de lo que a menudo estamos preparados o dispuestos a afrontar.
Para empezar, disculparse requiere el desarrollo de habilidades y actitudes muy avanzadas, que desafían a nuestro sustrato primitivo. Este suele tender a los extremos: escorando hacia la desmesura en los propensos a la sumisión y a la culpa, y quedándose corto en los inclinados al egotismo, la arrogancia o la agresividad. La inseguridad, la impulsividad o la falta de empatía pueden entretejerse en la textura personal en ambos casos.
La disculpa insinúa un cuestionamiento de la autoestima y una erosión del estatus; en ambas circunstancias se puede experimentar como una amenaza a la seguridad. Abstenerse de pedir perdón, aunque parezca lo adecuado, puede ser una manera de zafarse de la responsabilidad y evitar la conveniencia de rectificar, acorazando el yo a toda costa; a menudo, la cobardía se disfraza de orgullo, y el orgullo es una buena guarida para evitar dar la cara y mantener una ilusión de poder.
Solo la persona con una firme seguridad en sí misma, fundamentada en sólidos principios y en un andamiaje flexible de la autoimagen, se permite sin zozobra la tolerancia con el error y aún más con su explícito reconocimiento. La petición de perdón implica una cesión de poder que de entrada se experimentará, probablemente, como frustrante o arriesgada, en tanto que comporta una vulnerabilidad. Solo el apego seguro y una madurez en las estrategias de intercambio (afecto, negociación…) proporcionan un contexto apropiado para la exposición que conlleva la disculpa. La personalidad rígida, neurótica, esquiva o cínica es poco propensa a los riesgos de pedir perdón, porque siente que en ello se juega demasiado. Rasgos como la extraversión o la apertura a la experiencia no parece que influyan significativamente.
La solicitud de perdón, cuando no se reduce a mero formalismo o compulsión, es una operación muy avanzada, tanto en su vertiente individual como en el plano de la interacción. Requiere una desarrollada capacidad de empatía, una profunda consideración del otro; ser capaz de trasladar el centro de gravedad al sistema interactivo, en lugar de retener su control al servicio de los propios intereses. Hay que dar un arriesgado salto del egocentrismo a una centralidad compartida, lo que podríamos llamar un mutuocentrismo.
La disculpa exige un reconocimiento del otro como igual y atenerse a los principios de equidad que rigen los intercambios fluidos. Supone contener la satisfacción inmediata a cambio de una satisfacción más amplia —siempre incierta—, basada en la cooperación y la cesión, y la primacía del afecto. Pedir perdón comporta una entrega, un compromiso y un pacto. Es, más allá de su ventaja pragmática, un acto de dignidad y generosidad (ética evolucionada) y, en última instancia, de amor (afectividad consolidada).
Una perspectiva rudimentaria de las relaciones, más próxima al impulso que al compromiso, a la prevención que a la confianza, con dificultad o desinterés por implicarse en ese ensanchamiento que supone la conjunción social, afrontará con recelo la posibilidad de la disculpa, o directamente la descartará como signo de debilidad. Le sugerirá una muestra de sumisión o de sometimiento. Quizá ni siquiera la contemple como alternativa, soslayando su función conciliadora a favor de la adaptación mutua. No sabrá o no querrá ver lo mucho que tiene de coraje, de fortaleza superior a la de la reluctancia egotista.
Pedir perdón es un ejercicio de suprema confianza en uno mismo, y de disposición hacia el otro. Conlleva un trabajo considerable de autoobservación, de cuestionamiento personal y de predisposición al cambio. Corregir una postura errónea ya requiere un enorme esfuerzo; la consiguiente reconducción de la conducta y la reparación de sus consecuencias aún pueden costar más.
La petición de perdón es un trabajo de transformación y de evolución, en el que hay que afrontar la incertidumbre y el riesgo. Al exponer la propia debilidad al otro, y no cabe duda que este puede aprovecharla para dañarnos, atacando desde el resentimiento o haciendo gala de su situación de poder. A veces, soportar esta consecuencia puede ser justo y hasta constructivo; otras, habrá que poner coto a su saña: en cualquier caso, esa será ya otra batalla. Lo importante es que se trata de una fragilidad que hay que afrontar si queremos acceder a una fuerza superior, la del afecto y la confianza. El egotista elemental evitará esa tarea, ardua e insegura. En la arrogancia también está en juego, como Jankélévitch decía del miedo, una tentación de la facilidad.
Por eso, pedir perdón es propio de personalidades evolucionadas, que hayan atravesado la dura abdicación de la omnipotencia primaria y hayan accedido a los territorios aventurados (pero más lúcidos y más prometedores) de la tolerancia, la imperfección, la vulnerabilidad y la consideración del otro. Afrontar constructivamente la debilidad nos hace más fuertes, pero, como decía Spinoza, «todo lo excelso es tan difícil como raro».
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