Ir al contenido principal

Haber nacido

¿Hay que alegrarse de haber nacido? Depende de cuándo nos lo pregunten. Todos hemos pasado por vicisitudes en las que la muerte se nos antojó una liberación. Aun así, seguimos vivos, y eso, que no demuestra nada con respecto al valor de la vida, sí dice mucho de cómo nos aferramos a ella. Lo dijo Spinoza y lo confirma la biología: «Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser». El propio suicidio no es un rechazo de la vida, sino una rebeldía o una desesperación en el marco de unas circunstancias concretas.


Pero perseverar no es alegrarse; se puede hacer desde la resignación y desde la amargura; se puede hacer sin querer (porque lo quiere esa parte de nosotros que no controlamos). El sufrimiento es un poderoso argumento contra el valor de la vida, y Schopenhauer se mostraba pesimista al respecto. Para él, la inevitable tendencia humana a desear nos aboca a una permanente insatisfacción. «Solo cuando preocupaciones y deseos enmudecen surge el soplo de libertad en el que se puede vivir»: vivir, pues, tal vez resulte soportable, pero a ratos. Para él, el conocimiento no nos ayuda, antes al contrario: «Cuanto más amplio es [nuestro círculo de visión], tanto más frecuentemente nos sentimos atormentados y angustiados. Pues al aumentar ese círculo aumentan y se agrandan las preocupaciones, los deseos, los miedos». 
Baroja, claramente inspirado por Schopenhauer, construyó una novela entera, El árbol de la ciencia, partiendo de esa tesis. Saber es sufrir, y el dolor empezó cuando Adán y Eva comieron del fruto del árbol de la ciencia, en lugar de seguir con la dulce ignorancia del árbol de la vida. «El mundo le parecía una mezcla de manicomio y de hospital; ser inteligente constituía una desgracia, y solo la felicidad podía venir de la inconsciencia de la locura. Lamela, sin pensarlo, viviendo con sus ilusiones, tomaba las proporciones de un sabio». Solo la inconsciencia o la indiferencia pueden regalarnos una cierta serenidad, que haga la vida soportable. Así que nacer no parece precisamente una suerte. 
Albert Camus dedica uno de sus mejores libros, El mito de Sísifo, a analizar los entresijos de nuestra pregunta. «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla». Sin embargo, lo que le preocupa a Camus no son tanto las características de la vida en sí, con su estela de frustraciones y dolores, cuanto el vacío de su final definitivo, el absurdo de la muerte. Da la impresión de que el hecho de que seamos seres-para-la-muerte, como nos definió Heidegger, convierta el vivir en una pantomima sin sentido y sin profundidad. Camus, dentro del marco existencialista, se hace eco de la angustiosa orfandad en que nos deja la muerte de Dios. Sin embargo, al final lo trasciende, apelando a la dignidad de la efímera aventura humana: «El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso». 

Un religioso también considerará que la vida vale la pena de ser vivida, pero no porque la ame: en realidad, el mundo le parece, como a Schopenhauer, un lugar sucio y tormentoso, un «valle de lágrimas»; por eso, apela a otra vida para dar cuenta de esta. Para el cristianismo, de hecho, nacer tiene algo de transgresor: nacemos culpables del pecado original. «Porque el delito mayor del hombre es haber nacido», clamaba Segismundo. La esperanza, según esta perspectiva, reside en que nuestra existencia es fruto del amor de Dios, que nos da la oportunidad de ganar la dicha eterna cumpliendo sus mandamientos. Vivir tiene sentido porque es el territorio donde el hombre puede desplegar una conducta moral, y será ese triunfo moral, equivalente al cumplimiento estricto de la ley divina, el que le hará merecedor de una eternidad gozosa. La moralidad está al servicio de la trascendencia. 
Tampoco el hinduismo o el budismo tibetano le manifiestan mucho aprecio a la existencia, que para ellos es una rueda de reencarnaciones y sufrimiento. Sin embargo, los lamaístas consideran una suerte haberse reencarnado en persona, ya que solo la vida humana permite alcanzar la iluminación. Bien aprovechada, la «preciosa vida humana» conduciría a la liberación del samsara, el eterno ciclo de vidas. El valor de vivir residiría, por tanto, en la oportunidad que nos ofrece para dejar de vivir. Reconozco que expresarlo así comporta una simplificación del dogma un tanto grotesca, pero no por eso me parece que la paradoja resulte menos desconcertante. 
Para la mayoría de las religiones, pues, la vida tiene sentido en la medida en que sirve como tránsito hacia otra. Jorge Manrique lo glosa con su belleza precisa y conmovedora: 

Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.

El mismo principio venía a postular Platón: el mundo que creemos real vendría a ser una sombra del verdadero, que, dicho con palabras de hoy, se hallaría en otra dimensión. Vivir es, casi literalmente, una caída, un amargo infortunio para el alma, que, prisionera de ese exilio, no recuperará la paz hasta que encuentre —¡mediante la razón!— el camino de regreso a la esfera de la perfección: todo el sentido de la existencia humana se resume en ese arduo periplo, que nos recuerda al de Ulises navegando en pos de la patria perdida. 

Aristóteles y Epicuro, en cambio, no tenían necesidad de apelar a dimensiones trascendentes para darle sentido a esta. No niegan la existencia de entidades espirituales y dioses, pero les interesa más la vida humana, por efímera y costosa que sea. Al menos para Epicuro, el tiempo humano se despliega entre el nacimiento y la muerte: lo demás es algo desconocido y no nos concierne. Se trata de ser feliz aquí, y es posible, si se piensa y se actúa adecuadamente. Ambos postulan la eudemonía, la honda satisfacción del sabio. Según Aristóteles, la felicidad se encuentra en cumplir con la tarea que nos es propia; para Epicuro, hay que amar y disfrutar de los pequeños placeres, y despreciar cualquier cosa que nos perturbe. Probablemente, ambos habrían respondido que nacer vale la pena: porque nos permite aprender, porque nos permite gozar. Los sufrimientos son solo episodios insignificantes en medio de una gran aventura, fructífera y luminosa, que la muerte no es capaz de mancillar. «La muerte nada es para nosotros», pregona Epicuro. Y en otro párrafo: «Mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos». 
Pero quizá ningún filósofo se ha mostrado más incondicionalmente enamorado de la vida que Friedrich Nietzsche. La vida con mayúsculas, la vida desbordada de entusiasmo, tomada y disfrutada tal como se nos presenta, sin pedirle nada más. El mundo es el que es, nosotros somos lo que somos: si estamos hechos, como los héroes antiguos, para luchar, para alcanzar cimas deslumbrantes, y al final para sucumbir contra el implacable muro de la existencia, si ese es nuestro destino, bienvenido sea, cumplámoslo sin rechistar, apurando cada instante, sea de gozo o de dolor. Mirémoslo a la cara y no nos engañemos con subterfugios imaginarios. Para Nietzsche, lo único que está prohibido es la mentira y la debilidad: «No se trata solo de soportar lo necesario, y menos aún esconderlo ―todo idealismo es falsedad frente a lo necesario―, sino de amarlo». 
Rilke, aunque era mucho menos entusiasta que Nietzsche y tendía más bien a la melancolía, apunta una afirmación parecida del mundo tal como lo encontramos: «La vida tiene razón, en todos los casos»; «No tenemos ninguna razón para desconfiar de nuestro mundo, pues no está contra nosotros. Si tiene espantos, son nuestros espantos; si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen; si hay peligros, debemos intentar amarlos». Por consiguiente, propone confiar en el dolor como un camino a nuevos gozos: «¿Por qué quiere excluir de su vida ninguna intranquilidad, ningún dolor, ninguna melancolía, si no sabe lo que esas situaciones producen en usted?». Creemos encontrar en esta postura resonancias de esa confianza en la naturaleza que ya proponían los epicúreos y los estoicos, y que Spinoza, partidario también de la vida y de la alegría, identificará con el mismo Dios. 

En resumidas cuentas, hay quien, a pesar del sufrimiento, a pesar de la muerte, está convencido de que hay que alegrarse de haber nacido. Me parece un verdadero prodigio del amor a la vida. Según estos espíritus solares, nacer es participar de la fiesta, espléndida y enigmática, de la existencia. Formar parte de esa cadena descomunal que es el despliegue de la vida en este ínfimo rincón del universo. La evolución nos ha convertido en lo que somos; la selección natural ha estado de nuestra parte: el nacimiento es un triunfo. Nuestra felicidad reside en ser lo que somos, es una felicidad biológica: una felicidad genotípica, heredada. Pero también fenotípica: desarrollada, elegida. Aquí entran en juego la libertad y la dignidad, la tarea de cada cual desplegándose a sí mismo, esa que Ortega decía que tenemos que determinar y Sartre consideraba ineludible.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...