El cinismo es una estocada sin sangre, lanzada de refilón y con bastante mala leche. Una finta tan elegante como traicionera, tan sofisticada como mezquina. Raudal brioso pero turbio, arrogancia brillante pero cruel, suficiencia a veces justificada pero casi siempre injusta.
El cinismo no puede merecer elogios, al fin y al cabo su cometido es hacer daño, pellizcar donde duele, pinchar donde nos pica. No pretende hacer de la vida un lugar mejor, y a menudo, en cambio, la estropea. Pero nada de eso lo condenaría definitivamente ―al fin y al cabo, la vida es colisión y lucha, y las relaciones están hechas tanto de saña como de afecto― si no fuera porque se basa en la humillación, porque falta al respeto y corroe la dignidad.
No hay en su aparato la menor grandeza. Es ladino, miserable, traicionero. Aparenta valor por su descaro, pero a menudo la desvergüenza le sirve de coartada para nadar y guardar la ropa. Puede sugerir elegancia solo porque es avieso y ataca sin ruido, como las serpientes, pero en realidad su esencia es cruel y a menudo brutal.
Suena a sincero porque echa mano de verdades, pero lo hace tomando de ellas solo la parte que le conviene: Oscar Wilde se equivocaba al afirmar que ve las cosas como realmente son, como si las cosas no fuesen siempre mucho más que nuestras chanzas sobre ellas. Nietzsche captó su cicatería mucho mejor: «El cinismo es la única forma bajo la cual las almas bajas rozan lo que se llama sinceridad». De hecho, el cinismo suele escudarse bajo esta supuesta lealtad a lo sincero, cuando en realidad solo aspira a utilizar verdades a medias como armas arrojadizas: su única sinceridad es la de la mala fe.
El cinismo, en definitiva, solo aparenta dos virtudes, y aun estas son discutibles: el ingenio y la atenuación de una agresividad más destructiva. Ambas, no obstante, vienen manchadas: su ingenio es gélido y punzante como un carámbano; y, aunque no tumbe ni abata, sabe abrir heridas con sus furtivas dagas. En cuanto a su faceta humorística, que vista desde fuera puede inspirarnos simpatía, ¿qué mérito tiene una gracia que solo sirve a una parte, y se hace a costa del descrédito de la otra?
Y, sin embargo, como lo humano no es nunca unidimensional, hay que salvar algunos méritos del sarcasmo. David derrotó a Goliat con una honda, evitando inteligentemente un enfrentamiento directo en el que no habría podido triunfar. Cuando el enemigo nos supera en fuerza, el sarcasmo puede ser la ágil esgrima que le hiera de lejos. No se busca derrotar, al menos de entrada, sino hacer mella, interrumpir la cómoda autocomplacencia del poderoso. François de La Rochefoucauld era un maestro vertiendo esas gotas de ácido en los altivos aristócratas, enfrentándolos a su hipocresía: «Ponemos más interés en hacer creer a los demás que somos felices que en tratar de serlo». El veneno de ese cinismo podría ser curativo, ya que se dedica a molestar con verdades incómodas, y nos obliga a replantearnos las que dábamos por sentadas. Nuestro Gracián también repartía buenas estocadas, y hay que leerlo con atención: «El primer paso de la ignorancia es presumir de saber»; seguro que se cruzó con más de uno que merecía el aviso. Groucho Marx y Woody Allen son versiones modernas de un cinismo saludable. «Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros»: ¿cuántos supuestos sabihondos se bajan del carro si ven peligrar sus intereses? «Le quiero como a un hermano: como Caín a Abel»: Allen nos recuerda (precisamente porque preferiríamos olvidarlo) que también la moneda del afecto tiene dos caras.
También es fecundo el sarcasmo cuando sirve como un arma más en una lucha ya abierta. Si ya somos declaradamente enemigos, el aire cínico forma parte de la contienda. ¿No voy a aprovechar el ingenio cuando lo tengo a mano? Pero entonces tengo que admitir que mi mandoble cínico tiene tanto de potencia como de debilidad, igual que el insulto, que, como decía Gila, no mata pero desanima.
En fin, no todos los cinismos son iguales. Existe un cinismo decoroso que solo intenta zarandear, incluso educar, transmitir una invectiva con cierta discreción. Bien usado, puede ser tan eficaz como una crítica abierta, sin asestar el mazazo que suele propinar esta. Hay un cinismo, si no inocente, si no propiamente cariñoso, al menos pedagógico. No hay que abusar de él, porque tiene su peligro, resulta complicado graduarlo. Pero a veces, si no se aleja demasiado de la ternura, cumple bien su cometido. Si acabamos todos riendo y nadie abochornado, quizá no haya que condenarlo. En tal caso, el fin ha justificado los medios, al menos por esta vez.
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