Creo que tenemos peor resuelta la relación con nosotros mismos que la interacción con los demás, por perturbadora y enrevesada que esta nos resulte. Nuestra división interna, como Freud ya supo ver, es un vivero de conflictos, porque de la multiplicidad surge inevitablemente la tensión. De hecho, la diversidad consiste en eso, en una profusión de voluntades —voluntades de poder, diría Nietzsche— que intentan prevalecer y en definitiva controlarse entre sí; a veces también cooperan, pero la colaboración no es más que un compromiso transitorio mientras no sale a cuenta el enfrentamiento.
Todas estas dinámicas nos resultan familiares en nuestra relación con los demás, y a menudo son motivo de convulsos problemas. Pero estamos acostumbrados a ellas, su demarcación es más nítida (el yo no suele confundirse con el tú, al menos del todo); se podría decir que estamos hechos para ellas y, por incómodas o dramáticas que nos resulten, disponemos de instrumentos para afrontarlas. Empezando por el recurso más simple y terminante, que es el alejamiento. Ante un peligro exterior, según la clásica fórmula, uno puede luchar o huir, y ambos comportamientos, gestionados de manera oportuna, pueden resultar eficaces e incluso estimulantes. La pelea tiene una dimensión de juego y de fuerza que a menudo tiene su parte de placer. La huida, por frustrante o amarga que resulte, no deja de proporcionar descanso y restaurar la seguridad.
En cambio, en nuestros avatares internos todo es mucho más complicado. Las instancias son ambiguas y polivalentes, están mezcladas y conllevan contradicciones y paradojas: gane quien gane, yo siempre pierdo, puesto que pierde una parte de mí. El enemigo es uno mismo, lo cual conlleva que ninguna victoria llega sin derrota, y toda fuerza afirmativa es a la vez negativa. No se puede huir: uno está confinado en el recinto de sí mismo. Es como si varios ejércitos se enfrentaran en un campo de batalla donde los soldados pertenecen al mismo tiempo a todos los bandos, abocados a una guerra de puro desgaste en la que no se puede ganar.
Analizado este asunto en términos sartrianos, podríamos decir que el para-sí (llámesele yo, identidad, conciencia, sujeto…) está forzado a volcarse fuera para ser, puesto que por sí mismo no es nada. Actuando sobre el mundo, encuentra y construye su propio contenido. Sin embargo, al replegarse sobre sí mismo y tratarse como mundo, el para-sí solo se encuentra con su nada, como un guerrero que luchara con sombras o un amante que intentara acariciar la propia piel que ejerce el acto de la caricia. La mente vuelta hacia sí misma no encuentra más que contenidos mentales, quimeras inconsistentes y huidizas: la rabia odia al odio mismo con el que está odiando; el miedo, al huir, no hace más que acrecentarse, absorbiéndose a sí mismo en cada guarida. Cuanto más se rechaza un deseo, más se aviva, porque es un fuego que pretende apagar otro fuego.
En definitiva, el para-sí, al escudriñarse, no encuentra materia, solo una profusión de reflejos de sí mismo, y la relación con ellos no puede consistir más que en un círculo vicioso, una vacilante precipitación en la paradoja. En última instancia, el resultado de esta dinámica circular es la desesperación y la locura, y no tiene solución dentro de sí misma: de ahí que las enfermedades mentales tengan ese cariz exasperante y paradójico, y que no se haya encontrado un modo concluyente de manejarlas. La única opción del para-sí es volver a salir de sí mismo, eyectarse en el mundo, proyectarse en lo otro. Sartre consideraba que el infierno son los demás, pero el verdadero infierno es uno mismo.
Así que nuestra capacidad para dividirnos internamente, ese rasgo que nos brinda el fenómeno deslumbrante de la conciencia, constituye a la vez nuestra peor condena, si pretendemos adentrarnos demasiado en sus contradicciones. Freud concibió una solución a la lucha entre el Superyó (la norma) y el Ello (el instinto) como una especie de armisticio, una delicada recomposición de fuerzas propiciada por la mediación del sensato Yo. Pero el salvaje revoltijo de pulsos interiores no parece tan diplomático. ¿Realmente existe la posibilidad de lograr ese compromiso de cooperación y buena voluntad en nuestra íntima república de almas? ¿Podemos hallar vías para armonizar nuestras diversas instancias, para reconciliar voluntades, para equilibrar ansias de poder?
Eric Berne compuso una cartografía alternativa a la de Freud (aunque en esencia bastante similar): la dinámica entre el Padre, el Adulto y el Niño. ¿Se puede aleccionar al Padre para que deje de atormentar al Niño con sus exigencias, y se dedique más a protegerlo y consolarlo? ¿Disponemos de una pedagogía que instruya al Niño para que reaccione de modos más equilibrados a sus caprichos y sus temores? ¿Cómo se educa uno a sí mismo, cómo se transforma interiormente?
El problema es siempre el mismo: el ejecutor es el ejecutado, la fuerza que actúa es la fuerza que conspira. Heráclito ya lo insinuaba: el ser es una contienda universal e imparable. Buda propuso darle la vuelta: renunciar a intervenir y fluir con la riada. Dicen que hay quien ha logrado así vislumbrar la unidad en la multitud.

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