Ni Spinoza ni Nietzsche, los dos exploradores más sagaces de las fuerzas y las batallas de la vida, contemplaron la existencia de un posible instinto de muerte. Este fue una invención de Freud, que lo incorporó para explicar conductas autodestructivas como la resistencia al placer, la depresión o el suicidio.
Según él, del mismo modo que de forma natural hay en nosotros una fuerza que anhela la vida y lucha por su persistencia, también alienta oculta una misteriosa pulsión que nos atrae hacia la destrucción, es decir, la disolución y el reposo, el regreso a la nada originaria. Tan enigmática predisposición podría estar vinculada también a una inclinación al dolor, una especie de masoquismo elemental que se inmiscuiría en nuestras experiencias cotidianas. Ambas pulsiones, la de vida y la de muerte, se encontrarían siempre presentes y en permanente conflicto, revolviendo ese abigarrado magma que nos constituye.
La propuesta de Freud suscita innumerables interrogantes. La existencia de un instinto de muerte es definitivamente contradictoria con el principio de la vida, que a la larga no podría medrar obstruyéndose a sí misma. Desde un enfoque evolutivo, un instinto de este tipo acabaría por hacer desaparecer la especie que lo albergara, pues obstaculiza su pervivencia. Salvo en un detalle cuyo sentido hay que reconocer: promueve la eliminación de los organismos débiles, disfuncionales o que ya han cumplido la fase de reproducción.
Así contemplado, el Tánatos podría entenderse como una especie de «limpieza» de aquellos individuos que no contribuyen a la prolongación de la especie, que incluso la entorpecen privando estérilmente de recursos a quienes sí estarían en condiciones de medrar. Pero la naturaleza ya cumple esta tarea mediante la propia selección natural, a través de la presión ambiental (escasez, competencia, depredadores…) y, desde dentro del propio organismo, con el deterioro programado de la enfermedad y la vejez. ¿De verdad le ha hecho falta a la evolución que, además, se incorpore a la programación genética un impulso hacia la autodestrucción que, en última instancia, pondría a la especie en un peligro constante de desaparición? ¿No resulta bastante difícil y esforzada la vida en sí misma, como para imponerle también la tensión de una inclinación a la muerte?
Es un hecho bastante probado que, en situaciones de riesgo inminente para la supervivencia, la vida se afirma en sí misma y se concentra exclusivamente en persistir. Al menos, hasta un cierto grado de probabilidad. Dicen que en épocas de guerra no se detectan depresiones: no hay tiempo para nada que reste fuerzas al inminente desafío de sobrevivir. La tristeza, la angustia y la depresión son lujos de la abundancia; no parecen instintos de muerte, sino más bien tropiezos o trastornos del instinto de vida. ¿Cuál sería, entonces, su procedencia? Se diría que lo más plausible es la activación de algún mecanismo disfuncional que se entromete en el normal proceso de la fuerza vital, que lo estropea o lo desvirtúa, que drena su energía o la desgasta en conflictos improductivos. Una crisis, un cortocircuito. No se trata de Tánatos, sino de Eros convaleciente.
La tristeza y el desaliento forman parte de los ritmos normales del ánimo. El recogimiento melancólico tiene algo de reposo y de fermentación creativa. Rilke veía en la aflicción la sacudida que nos produce la irrupción de lo nuevo, lo cual parece palmario, por ejemplo, en el duelo que nos toca atravesar tras una pérdida.
Si el pesar se apuntala morbosamente tal vez esté encubriendo otros sentimientos, como miedo o rabia, que al fin y al cabo son aliados de la vida, aunque puedan acabar por inclinarnos a la autodestrucción si, en lugar de salirles al paso, acabamos sumiéndonos en ellos. Casi siempre podemos plantarles cara: de ahí que autores como Séneca y Jankélévitch hayan considerado la tristeza una forma de pereza o, dicho con expresión más elegante, una tentación de la facilidad.
La pesadumbre también puede rezumar del aburrimiento, como el spleen del que se quejaba Baudelaire, y entonces equivale a un síntoma de que nos hacen falta nuevos desafíos. Cuando la congoja alcanza la desesperación, quizá sea hora de explorarle nuevas oportunidades a la vida. Como alternativa, siempre contamos con la gentileza de la aceptación lúcida, que fue defendida, con diversos matices, por epicúreos y estoicos, por Buda y por Montaigne, por Schopenhauer y por Nietzsche… Y, en fin, no cabe duda de que la depresión es una enfermedad, un complejo desmoronamiento de la fuerza vital, a menudo de raíz fisiológica y a veces crónico, y afrontado como patología representa un desafío contra el que la ciencia sigue lidiando con todas sus herramientas.
Pero en nada de todo esto encontramos indicios de una pulsión de muerte. La insistencia de la vida asoma por todas partes. El melancólico halla un extraño placer en sus congojas. El depresivo quiere sanar. El autodestructivo explora caminos para librarse de sus cóleras y sus decepciones. El triste mira siempre con envidia la alegría de los otros, y evoca con nostalgia sus propios goces de otros tiempos. Nietzsche le abría sin reticencia la puerta a sus achaques, acogiéndolos como a todo lo vivo, con la misma gentileza que había demostrado Epicuro dos mil años antes. Schopenhauer, mientras renegaba de la crueldad del mundo, disfrutaba de paseos y tertulias. Ese conmovedor depresivo que fue Saint-Exupéry se fascinaba con las estrellas en sus vuelos nocturnos, y celebraba el afecto de sus amigos…
No, no creo que haga falta invocar a una pulsión de muerte. Hay una única pulsión de vida que lucha con lo que tiene y que quiere prevalecer. Solo ella, afirmaba Spinoza, merece nuestra devoción y nuestros pensamientos.
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