¿La familia es buena o mala? Solo sé que es irrevocable. Querríamos trascenderla, quebrar su cáscara, rasgar la membrana y dejar atrás su matriz. Pero, ¿adónde iremos que no venga con nosotros? Ella es la materia prima, viscosa y obligada, primordial como el mundo antiguo, espumosa como los océanos; el sustrato y la enseña de la vida.
La llevamos hincada en el origen, infiltrada por el desamparo, enredada a fuerza de incertidumbre en la identidad y el sentido. Crisol primitivo y feroz, como el vientre de las estrellas. Cantera de la roca, cincel que hiere y esculpe. Abrazo exuberante, mortal. Horas dulces y dardo envenenado.
Dueña absoluta del pasado, mina embalsada que se desparrama en el presente y anega el porvenir.
La encontraremos en cada nostalgia, en cada esperanza. En cada rincón del espejo. En cada célula del cuerpo y cada temblor del alma.
Hemos de temerla, implacable y poderosa, mientras plantamos cara a sus dragones para crecer. Pero a la postre todos los caminos regresan a ella, y retoña de nuevo en cada amanecer. Sus monstruos son nuestros monstruos, diría Rilke.
No tiene cura; no ofrece un resquicio para la huida. Tanto da que la amemos o la odiemos: en cualquier movimiento revivirá su llama. La fuerza que la mata la revive.
Así que lo mejor es que hagamos las paces con sus emisarios y aprendamos a arreglárnoslas bajo su imperio. Proponerle un pacto que le abra las puertas a la angustia para que fluya sin trabas y se vierta en el paisaje.
Un armisticio que nos permita reconciliarnos con nosotros mismos: esa otra familia íntima, espectral que nos compone. Y ejercer luego con benevolencia nuestra tarea de fundadores: esa otra familia que lanzamos hacia el porvenir, la estremecedora responsabilidad de instaurar familias para otros.
Porque ahí está el misterio bifronte de lo que heredamos y lo que legamos, lo que nos llega y lo que nos sobrepasa. Y, en medio de esos tránsitos, tal vez no seamos más que un puente entre dos historias que nos trascienden.
Pasemos el testigo perdonando hacia atrás y entregando hacia delante. Con más gratitud que rencor; con más generosidad que prevención. Hasta donde nos den el amor y la buena voluntad. Perdonando hasta donde sea posible, perdonándonos donde ya no lo sea.
A fin de cuentas, estuvimos, estamos, estaremos donde nos ponga el mundo y seamos capaces de llegar. Nos las arreglaremos con lo que se nos impuso; daremos más de lo que nos dieron. Cultivaremos la tierra que encontramos, y nos afanaremos en sacarle una buena cosecha. Quitaremos las piedras, removeremos el suelo para extraer la tierra fértil.
Nuestro trabajo es nuestro: he aquí el predio del que somos soberanos. En esa ínfima parcela podemos proclamarnos héroes y dioses, o sencillos labriegos que tuercen el espinazo con sudor gozoso.
No, no tiene remedio la familia. No tiene cura ni salida. Es el sedimento del tiempo donde germinamos. Es el barro que nos hizo, y con el que haremos todo: lo bueno y lo malo.
No hace falta celebrarlo. Basta colmar con él nuestras manos y untarlo sobre la piel del mundo. Y que vengan las mareas y las lluvias, y lo gasten y nos gasten, y continúen los ciclos de la tierra.
Aquí estoy. Soy náufrago y capitán, superviviente y dueño de mí mismo. Nudo de rabia y vergüenza y miedo: desatado.

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