El saludo, benévolo y discreto, generoso y cauto, constituye el ritual más elemental, el artefacto básico de la convivencia, el soplo de calidez entre extraños y el recordatorio de afecto entre allegados. Es la flor de la sociabilidad reducida a su expresión más simple, su fórmula más funcional y eficaz: asentado apenas en un gesto o una palabra, un instante de irrupción fugaz, como el rayo de sol o la ráfaga de brisa, para transformar la urdimbre del anonimato e impregnarlo de ternura y afabilidad.
El término en sí ya nos sugiere su origen y su destino: deriva de salud, que es el deseo más genuino, la pretensión más amigable que podemos ofrecerles a los otros. Que tengas salud, que la tengamos todos, para que la vida se despliegue en toda su potencia, para que se extienda sin trabas el imperio de la alegría. Saludar es, en efecto, invocar simbólicamente la salud, y con ella todo lo bueno; es pedírsela humildemente a los dioses, postulársela al destino, convocarla mediante el magnetismo de la intención, como se atraen los rayos y los amores y las suertes. Un saludo es una oración.
Como rito, resulta imprescindible en el despliegue de la convivencia. Tararea la melodía que armoniza los encuentros y que lubrica las despedidas, iluminando sombras y extendiendo horizontes. Está el saludo escueto y comedido que apenas roza al pasar a los extraños, o que nos anuncia al llegar a un lugar público, o que tapiza la retirada, invocando la gracia del futuro. Con ese leve guiño se aclara la sustancia del mundo, se manifiesta la bondad en el deseo, se certifica la predisposición a la amistad.
El saludo cívico apacigua las alertas con que nos prevenimos de lo ajeno y declara la viabilidad de un favor mutuo que solo necesita que aparezca la oportunidad para prodigarse. Entre la multitud urbana es inviable, y aun inoportuno, andar saludando aquí y allá, porque ahí rige el principio del anonimato y la inmersión en la masa innumerable. Pero basta llegar a las afueras, traspasar la frontera donde comienzan los campos y los solitarios caminos de tierra, y esos que se ignoraban en el asfalto de repente se miran a los ojos y cruzan buenas intenciones, en parte por complicidad, probablemente más por aliviar la universal amenaza del extraño. Rara vez los caminantes se niegan un saludo; en cambio, los mismos peregrinos, entrando ya en los arrabales, atraviesan esa zona de nadie en la que los sentidos se transforman, y los ojos se desvían, y los reconocimientos se eluden: aquí ya no hace falta certificar las buenas intenciones, porque somos todos y nadie, y por eso también se desdibujan las formas, la persona se hace cada vez más sombra, se diluye en la neblina de la multitud.
Con los amigos, en cambio, el saludo se viste de gala, se desparrama espléndido y pródigo como una cascada de ofrendas. Con los amigos no hace falta evocar unas buenas intenciones que se sobreentienden, se trata de celebrar el gozo de estar vivos y vivir juntos: hay que desplegar la alegría, entonarla con la risa, estrecharla con el abrazo. Con los amigos no basta con invocar días o noches buenos: hay que quererlos felices, hay que reclamarlos luminosos. En la amistad y en el amor, el saludo forma parte de la entrega, quiere tocar, quiere besar, quiere fundirse, y siempre se despide con un estremecimiento de pérdida, el duelo de los que regresan a la patria última de la soledad. Adiós, decimos, agitando la mano que se queda vacía, encomendando a los amados a los dioses, que sean magnánimos y los protejan, ahora que ya no estaremos nosotros para hacerlo.
¡¡Salud!!
ResponderEliminar¡Salud, querido amigo!
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