Ir al contenido principal

La tarea de convivir

Convivir es una tarea. Una fiesta amena y variopinta que, como todo, tiene su precio. La gente da trabajo: necesita, pide, espera, engaña, sufre, presiona, sobresalta, confunde, abruma... Es un quehacer gozoso cuando amamos, y agotador en el conflicto o en la indiferencia. La cuestión es que esto cambia continuamente.


Vivimos, con respecto a los demás, en una permanente tensión entre lo que necesitamos y nos atrae o complace, por un lado, y aquello que nos carga o nos fastidia por el otro. En cada movimiento hay que elegir, optar entre una de las dos posibilidades: acercarnos y entregarnos al juego, o distanciarnos y mantenernos al margen de él. El que no participa se mantiene a salvo, pero una parte de nosotros no quiere estar (demasiado) tranquila; se aburre y languidece sin barullo. Una parte de nosotros disfruta con el juego de lo osado y lo imprevisible. Y a veces manda. 
La situación —nosotros, los demás, el contexto en el que nos relacionamos o podemos hacerlo— varía a cada instante, por lo que cada dilema solo conduce al siguiente; y esto, en sí, ya nos requiere una alerta permanente. Quizá por eso tendemos a ritualizar o institucionalizar nuestras relaciones, envolviéndolas en un código que nos permita encararlas de forma más o menos estereotipada, sin tener que replantearlas continuamente. Es así como se van consolidando las intimidades y las lejanías: por generalización. Una generalización que simplifica y estandariza las relaciones, pero no suprime su complejidad intrínseca, su secreto decurso, sus matices y sus cambios. Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río. 

Nada más implacable que la cotidianidad. El día a día pondrá a prueba nuestras expectativas (que, recordemos, no dejan de ser simplificaciones), confirmándolas o contrariándolas. De entrada, nuestra tendencia es mantenerlas, una vez establecidas: la institución es lo que simplifica el mundo, lo hace más previsible y llevadero. Pero la vida, como el tiempo, seguirá trayendo cielos soleados y tormentas. Habrá detalles secundarios que podremos ignorar fácilmente, dejando que se los lleve el viento; pero otros nos impactarán, interpelándonos con una fuerza que no podremos ignorar. 
Disfrutamos y sufrimos, y todo nos parece normal o simplemente llevadero hasta que se sale —nos expulsa— del marco, o, como está de moda decir, de la zona de confort. Hay sucesos que reconfiguran todo el conjunto, que no caben dentro de la generalización en la que nos habíamos acomodado. En un momento dado, tal vez una confluencia imprevista establezca una complicidad inesperada, y suceda que el viejo rival se nos aparece como un cómplice; o bien, por supuesto, lo contrario: que la embelesada pareja se vaya distanciando hasta romper amarras. Y entonces, de repente, nos comprendemos solos, obligados a reinventar nuestra vida. 

Hay que tener mucho respeto a los caminos, pues nunca se sabe adónde pueden conducirnos. Cada paso abre un nuevo horizonte de posibilidades, cada una conduce a otras y es imposible prever dónde acabarán. La más sólida complicidad puede resquebrajarse si irrumpen la duda o la sospecha. Pero seamos honestos: a menudo la novedad ha ido madurando dentro, en los silencios vegetales del alma, en los bancales de la contradicción; sin apenas darnos cuenta nos hemos entretenido jugueteando con el destino, explorando lo desconocido en busca de aventuras. Muchas veces, cuando no tenemos problemas, los inventamos. No nos extrañe que un día ya no encontremos el camino de vuelta.

Comentarios

  1. Vuelvo a leerte de nuevo, buen amigo.
    Un placer como siempre.
    Siempre aprendo algo nuevo y hace que me cuestione cosas. Muchas gracias por compartir tus ideas.

    ResponderEliminar
  2. Al hilo de tu artículo, recientemente he tenido que ver como dos personas cercanas y queridas, se pelean entre sí.
    Y no quieren solucionarlo.
    Me duele y sobre todo me frustra.
    Y me cuesta comprender como se puede escoger vivir en la indiferencia y el conflicto, como sabiamente dices.
    Aplico la aceptación y el respeto por las decisiones ajenas, aunque no las comprenda.
    Magnífica herramienta para aliviar el dolor: el respeto.
    Y aquella famosa frase que también sirve para tranquilizarme: "No hay porqué entenderlo todo"...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Siempre es una alegría tenerte por aquí. Con tus contrapuntos elevas mis ocurrencias a la categoría de diálogo. ¡Qué suerte!

      Y acerca de tu observación, me atrevo a sintetizar la conclusión: el respeto emana de saber lo que se ignora.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Menos lobos

Quizá resulte que, después de todo, Hobbes se pasó de desconfiado, y no somos, ni todos ni siempre, tan malas bestias como nos concibió en su pesadilla. Tampoco vamos a caer con Rousseau en la fantasía contraria, y soñarnos buenos por naturaleza, pero basta echar un vistazo a nuestros rebaños para comprobar lo dóciles y manejables que llegamos a ser mientras nos saben llevar. A veces nos sacamos los dientes unos a otros, pero rara vez llega la sangre al río, y aún más raramente conspiramos contra la imposición de la costumbre, por injusta que nos parezca. Es lo que sacaba de quicio a Nietzsche: predominamos los temerosos y los conformistas, y a menudo hasta proclamamos «¡Vivan las cadenas!», mientras, agradecidos, apuramos nuestro plato de sopa. ¿No exageraba el inglés al dictar que se nos amarre con rigor para evitar que nos desgarremos mutuamente?  Marx ya apuntó que la lucha más enconada no es entre individuos, sino entre clases sociales, y tal vez aún más en el pulso de los po...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...