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Hombres buenos

Arturo Pérez-Reverte nos narra una espléndida historia en esta novela, basada en hechos y personajes reales, con esa mano que tiene él para sorprendernos y apasionarnos.

En las postrimerías del Antiguo Régimen, mientras el futuro se acelera en Europa impulsado por el espíritu de las luces, España se debate aún bajo el oscurantismo medieval. Permanece implacable el báculo de una Iglesia trasnochada, que somete por igual al pueblo sumiso y a la mayor parte de la nobleza decadente, y que tiene por cómplices a lo más montaraz de la burguesía y la intelectualidad. Con todo, como siempre pasó, germinan algunos que se asoman al progreso; personas que se obstinan en abrir los postigos para que corra el aire, aunque las tropas de Santiago los mantengan bajo siete llaves. 

Entre estos audaces se cuentan los eruditos de la Real Academia de la Lengua. No todos, pero sí los suficientes para plantear nada menos que la compra de la Enciclopedia francesa, libro prohibido en España que el rey y la Inquisición están dispuestos a tolerar para uso exclusivo de los académicos en su trabajo. Una delicada misión que se encarga a dos de los académicos, don Hermógenes Molina y don Pedro Zárate, literalmente —así se recoge en acta— dos hombres buenos
¡Qué elegante manera de calificar a un hombre, tildarlo de «bueno»! Es evidente que hay que entender esa bondad en sentido amplio, refiriéndose a alguien honrado, leal, íntegro, pero también tenaz y valiente, decidido y capaz. Unas virtudes que necesitarán los protagonistas para hacer frente a un viaje de por sí peligroso, que se encargarán de complicar mucho más los enemigos del saber y la razón. 

Zárate y Molina se convierten a nuestros ojos en verdaderos héroes por accidente, individuos casi anónimos pero que conocen la envergadura de su misión. Nuestra deuda con ellos es imposible de pagar. Estos dos hombres buenos deberían figurar en los libros de Historia como modelos a seguir y motivos para la esperanza. Frente a las legiones incontables de interesados, estafadores, corruptos y reaccionarios siempre empeñados en hacer de nuestro país su particular cortijo o su ocasión para el pelotazo; y también frente a los muchísimos pusilánimes, indolentes, oportunistas y descuidados que nos resignamos o nos acomodamos a su sombra; frente, en fin, a la triste historia de este país vapuleado y abatido, hacen falta hombres buenos que nos zarandeen con su ejemplo, que despierten el poco orgullo que nos quede y nos enseñen a hacernos valer. 
Porque es cierto que los siglos se han cebado fustigando esta península quebrada y reseca, de caínes violentos y recelosos, de gentes aplastadas por el hambre y la ignorancia, sometidas por élites mezquinas sin noción de patria ni amor de pueblo, asaltadas por piratas y bandoleros que siempre se han llevado lo mejor. Y, no obstante y contra todo pronóstico, como dijo alguien, hemos subsistido, así, agarrados al borde del precipicio, caminando por la cuerda floja, sacando fuerzas de flaqueza sin saber cómo. Y eso ha sido gracias a vete a saber qué llama milagrosa que sigue viva en el fondo de nuestras almas muertas, y al fenómeno inexplicable de que cada época, hasta las peores, nos ha legado a paisanos sabios y valiosos que han entregado lo mejor de sí mismos para que no acabáramos todos naufragando en lo peor. O, como dice Pérez-Reverte que dijo Gregorio Salvador: «Sería de justicia recordar que, en tiempos de oscuridad, siempre hubo hombres buenos que lucharon por traer a sus compatriotas las luces y el progreso… Y que no faltaron quienes procuraban impedirlo». Lo dicho: cuánta falta nos hacen esas gentes buenas.

Comentarios

  1. Desconocía esta historia.
    Genial.
    Muchas gracias por compartirla.

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