Todos los dioses están de acuerdo: la existencia es una transgresión, y como tal debe pagarse; cuando menos, con culpa. El pecado original no fue el primero: antes que el árbol de la ciencia, la verdadera transgresión fue probar el árbol de la vida. A la que Dios se descuidó, sus inefables criaturas le habían salteado el huerto. Ya lo proclama el sabio Segismundo: «Porque el delito mayor del hombre es haber nacido…»
¿Por qué la mera presencia debería ser un delito? Al fin y al cabo, nuestra aparición fue accidental, y durará poco; ni siquiera es responsabilidad nuestra. Pero el propio carácter excepcional de la existencia la hace aparecer como un privilegio, una especie de suerte escandalosa en la lotería del destino. Si contamos la cantidad de circunstancias que tienen que darse para que uno venga al mundo, hay que admitir que la probabilidad de nacer es infinitesimal. Millones se quedaron por el camino, rezagados en la inexistencia. Somos fruto de una prebenda inmerecida, causante de dolor.
Pero ese primer obsequio, aunque sea el fundamental, no es el único. No llegamos con el pan bajo el brazo, sino desnudos e inválidos. Se nos ha tenido que proteger, alimentar y cuidar, en principio a cambio de nada. Hemos necesitado años de costosa ineptitud para empezar a devolver algún fruto, tanto a los próximos como a la especie. Nuestra existencia les ha costado a muchos un caro precio. Nuestras necesidades y nuestros caprichos sumen cada día en el trabajo y la miseria a lejanas multitudes que jamás conoceremos para agradecérselo. Y socavan los recursos naturales, dejando una onerosa huella ecológica. No hay merecimiento que alcance para tanto don, y eso nos siembra una incomodad de fondo, a menudo inconsciente, que sabe a culpa.
Se dirá que nos limitamos a seguir el mismo instinto que el resto de seres vivos, una tendencia a la vida que actúa por encima de nuestra voluntad. Todo ser está impelido por el impulso de medrar, dijo Spinoza. El león no le pide perdón a la gacela, ni ésta a la hierba de los prados. Además, todo forma parte de un equilibrio que se parece al intercambio: gracias al león, las gacelas no mueren de hambruna; a través de ellas, la hierba esparce sus semillas. De hecho, en conjunto, cada león y cada gacela cuentan poco; lo decisivo son los genes que perduran tripulando su efímera sucesión. Pero la lucha sigue, y cada gacela devorada por un felino le faltará a otro. El vaivén de la vida está hecho de pulsos, competencias y azares más o menos afortunados. Nuestra presencia provoca dolencia y desgaste. Y, en el caso de los humanos, ni siquiera podemos hablar de equilibrio: somos saqueadores, y nuestra huella ecológica es desproporcionada. El destino nos señala con su dedo acusador: vosotros los que desvalijáis…
Se dirá también que, a fin de cuentas, también nosotros desapareceremos, y el mundo entonces recuperará lo invertido y colmará nuestro hueco con un légamo de olvido. La vida se libra de sus hijos, para seguir con otros. En cierto modo, la muerte parece redimir de la existencia. «El mismo poder que te sacrifica, me sacrifica también a mí; yo también seré destruido», declama Kahlil Gibran. Pero, entretanto, ¡cuánto ruido, cuánta furia! Cuánto estropicio, luchando unos con otros por un instante más de aliento. Esa tarea de dolor que requiere nuestro medrar es la que lo lastra de culpabilidad.
En definitiva, la culpa de existir tiene sus razones. No implica tanto una responsabilidad deliberada como una falta ontológica. Segismundo vive atormentado; pero, qué le va a hacer, quiere seguir viviendo.
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