(Redacté estas líneas el 3 de junio de 2013. No sé qué mosca me picaría, después de tantos años, para iniciar otra vez un diario. Hacía poco que me había quedado solo, quizá me carcomiera la insoportable levedad del ser. El proyecto no fructificó. Pero releo este prólogo y me gusta).
Un diario propiamente dicho me da mucha pereza. Jalear con detalle la aburrida cotidianidad es un festín egocéntrico que a estas alturas me resulta demasiado tosco. En la juventud, cuando mi vida me parecía tan importante, tuvo su sentido; tal vez me sirviera para sufrir un poco menos, porque escribir es objetivar las cosas, ponerlas un poco fuera, expulsarlas a un escenario que parece ajeno. Con el tiempo me abrumó caer en la cuenta de que no hacía más que repetir una y otra vez hechos idénticos, regodearme en el calco de lamentos triviales. Mis diarios eran la muestra palpable de cómo mi vida consistía en un tiovivo de diámetro más bien estrecho. Por aquel entonces no había entendido a Nietzsche y aún estaba convencido de que vivir debería ser avanzar hacia algún sitio, así que me escandalicé. Hoy simplemente bostezaría.
Mi edad, más que para diarios, sería apropiada para empezar a redactar memorias. Otro ejercicio de placer solitario no del todo justificado. No está mal detenerse en el pasado, con tal de no tomarlo por costumbre. El pasado tiene gracia cuando nos lo encontramos sin esperarlo, aflorando como un manantial en los resquicios cotidianos. Más que una narración, el pasado debería desplegarse como aconteció, sin hilo conductor, sin sentido, como una manta hecha de pedazos, a golpes o bocanadas. Tendríamos que acercarnos a nuestro pasado igual que los arqueólogos, escarbando en un yacimiento inesperado e inventando sentidos a un puñado de piedras. Y lo mismo con el presente: tomar de aquí y de allá una hierba o una espina, fascinarnos con ellas sin importar que al final se extravíen o no formen un conjunto muy coherente. La vida es un juego en el que nos recreamos y perdemos, una música que se disipa. La espuma de los días, la llama Boris Vian.
Retales, estampas, y nada más. Colecciones de santos, decían los abuelos. Nosotros las llamábamos cromos y los pegábamos en álbumes que iban llenándose como tesoros preciosos. Los cromos tenían la felicidad efímera de las conchas en la arena. Servían para educarnos en la lentitud de la persistencia, en los destinos lejanos, en el ahorro fútil de lo valioso. También los usábamos como moneda, intercambiándolos, y aprendíamos así la lección elemental de que dar y recibir son dos direcciones de una misma tarea. En el patio, los mazacotes de cromos en la mano establecían sutiles jerarquías. Jugábamos a apostarlos, a ganarlos, a perderlos: otra metáfora de la ruleta de la vida. Yo me apegaba demasiado a las cosas para disfrutar con esa lección budista de desprendimiento. Siempre he amado los objetos más de la cuenta, y puede que eso me hiciera más difícil amar a las personas. O al revés.
Así que la intención es escribir a vuelapluma, sin plan, sin objetivo. O con la sola pretensión de pasearme con palabras por el museo cambiante de las vivencias. Recoger panorámicas donde las encuentre. Vagabundear por la retahíla de los sucesos y dedicarles alguna reflexión. Quizá miento y sí tenga una aspiración: fijarme más, mirar mejor, hilar más fino. Rescatar lo minucioso. Reunir ingredientes para meditaciones más serias. Incluso, secretamente, desearía escribir con arte y gracia; captar con un reflejo pálido la luminosa belleza de la vida palpitante que se esconde bajo lo más vulgar. Pero me temo que, como todos mis diarios, será más bien aburrido. A ver.
Qué genial escrito querido amigo.
ResponderEliminarTu estilo me fascina.
¡¡...y los cromos...!!
¡¡Qué genial!!
Me encanta observar los cromos de fútbol y otros, de los años 70. Me recuerdan una infancia feliz, o mejor dicho, una parte feliz de la infancia.
A veces creo que me quedé estancado en los 70...
¿Diario o memorias?
ResponderEliminarCumplirían distintos propósitos.
Mientras que el diario haría las veces de terapia emocional, las memorias serían un legado a las siguientes generaciones.
Aunque los dos podrían comenzar con la misma frase (que me encanta), a modo de presentación y dedicatoria:
"A quien le interese..."
El problema del diario como terapia es que tiende a empantanarse en las miserias del ego. Como decía mi terapeuta, cuando uno se mira mucho en el espejo acaba por no ver más que mierda. Yo tengo montones de entradas en mis diarios de juventud que empiezan: "Día triste...", y luego se limitan a rumiar las mismas angustias obsesivas, una y otra vez. Tal vez esos escritos me aliviaban, pero temo que apenas me servían para dar vueltas dentro de mi celda...
EliminarMe hubiera gustado escribir un diario ameno y sorpresivo, incluso en las vivencias tristes. Una gaceta de curiosidades, anécdotas, que reflejaran la música luminosa de cada rincón de la vida. Valdrían incluso las mentiras, con tal de que fuesen divertidas o bellas. A lo mejor de ese modo aprendería a narrarme mi vida desde un punto de vista más simpático e interesante. Y de paso serviría para entretener a sus posibles lectores. Un diario así sería como un regalo, para mí y para todos. Los lloriqueos de mi juventud, a estas alturas, me aburren.
Seguro que tienes anécdotas suficientes como para llenar esa "gaceta de curiosidades". Imagino que sería cuestión de recopilarlas.
ResponderEliminarLo mismo digo. Tú que cultivas el detalle y sabes narrar con gracia, ya tardas. ;)
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