Este oficio de ponerles palabras a las intuiciones me apasiona y me vence. Tiene la plenitud de la creación y el precio de su ahínco. ¡Qué montón de torpezas para la felicidad de un hallazgo! ¡Qué lentitud de avance, cuántos rodeos y retrocesos, cuánto intento fallido y desechado, cuánto fruto prometedor que a la postre languidece en su futilidad! Adrenalina de la cuerda floja, hecha de ilusión y miedo, tan a menudo rota en la caída…
A veces uno renuncia a una idea con tal de no tener que insistir en el esfuerzo de expresarla, la hermosa y extenuante tarea de buscarle las palabras precisas. Crear también tiene su peso, el del balde que uno echa al pozo de la nada, el del intento de introducir algo nuevo en la corriente del tiempo; pues la nada y el tiempo se resisten.
El artífice sufre. La ocurrencia es una luz que revolotea como esa mariposa esquiva a la que Lorca le pedía que se quedara quieta; se nos insinúa, la vemos de reojo, y en cuanto la miramos directamente se nos escurre. Para bosquejarla (no podemos aspirar a más que un esbozo, imposible atrapar todos los detalles), solo disponemos del lenguaje. ¡Y la palabra pura es tan tosca! También a la palabra —como al afecto, según le enseñaba el zorro al principito— hay que acercársele de refilón, discretamente, pacientemente; y luego, diría Saint-Exupéry, hay que domesticarla, moldearla con la paciencia y el amor de un alfarero, para intentar que quede en ella alguna huella, alguna evocación de las confusas intuiciones.
Escribir cansa a veces más que vivir, porque quiere reconstruir lo vivido, trasponer la profusión a una estructura de sentido. Es como cazar humo con una red. Algo en uno se resiste: estamos hechos para vivir, no para pensar; para sentir, no para hablar. Sin embargo, hay que hacerlo, aunque cueste, aunque uno sepa que el resultado, incluso si alcanza a parecerse a un logro, siempre se quedará corto, y tal vez lo principal se nos haya escabullido entre las brechas que dejan las palabras.
Hay que hacerlo, incluso a sabiendas del fracaso, de que como mucho se conseguirá un relámpago de verdad, huidizo y transitorio, un castillo de arena a la orilla del océano infinito. ¿Acaso no son así todas las cosas humanas, la vida misma? Las palabras parecen poderosas, porque pasan de unos a otros y viven más que las personas; pero la memoria es frágil, y todos sus ríos desembocan, a la larga, en el pantano del olvido. Así es todo lo humano, un efímero recodo del tiempo.
Pero es lo que tenemos. Todo lo nuestro discurre incompleto y pasajero, cambiante y fugaz, como el río de Heráclito: «Al mismo río entras y no entras, pues eres y no eres». Ser y no ser, como lograr y perder, confluyen y se complementan. Toda obra humana es solo un intento, un ensayo, como discretamente lo tituló Montaigne. También lo son, por descontado, nuestros atisbos de verdad, incluidos los desgranados aquí, en este texto temerario.
Así que estas palabras, como todas, contienen la nobleza del denuedo humano; impregnan de humanidad el universo frío. Exploran la verdad y, al hacerlo, la crean, sin saber si lo es. Su material es la palabra; el rudo, rígido, ambiguo lenguaje. Pero es el que tenemos. «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», dijo Wittgenstein: el perímetro de mi saber y mi pensar. Pero dentro de él me siento en mi casa; soy el señor, el artesano, el alfarero que modela y cuece. En esa tarea realizo mi humanidad, me encuentro conmigo mismo. Soy Sísifo remontando su piedra. Dentro de los límites está el poder. Es cansado y vale la pena.
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