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Una pareja

Conozco a una pareja que se martiriza y se quiere. Supongo que no es un contraste singular; pero resulta que esta pareja me queda cerca y me importa personalmente. La conozco bien. Por eso nunca agoto con ella el desconcierto. 


Sucede además que me importan, y solo con eso queda justificado mi interés por su historia. Río y sufro con ellos, y el espectáculo de su vida forma parte del argumento de la mía, así que los observo con pasión y no dejo de hacerme preguntas. Cuestiones para las que hace tiempo que no espero respuesta, que han entretejido de enigmas la textura de mi proximidad. 

Llevan toda la vida conviviendo, ya el último acto queda cerca. Eso pone un punto de dramatismo en su contemplación. Mirar por una tronera su paisaje, hasta donde alcance la vista, es una ofrenda de cariño y un modo de interpelar a la propia vida, que siempre escapa. Temo que apenas disfrutaron juntos, y sin embargo jamás se separaron: quizá no fueran del todo infelices, y tuvieran razones para mantener viva la esperanza. De algún modo, se han complementado. Es difícil estimar el poder del desamor. Y el del amor que se oculta tras él. Porque estoy convencido de que también ha habido amor. 
¿Cómo lo sé? En primer lugar, porque han pasado la vida bajo el mismo techo, compartiendo hijos y penas, apoyándose en las debilidades y los sinsabores. Las diferencias, que son muchas, y las peleas, que han sido más, nunca acabaron de desgarrar su compañía. Ninguno de los dos le negó su mano al otro cuando hizo falta, ninguno lo abandonó aun doliéndole la herida. ¿No es eso un cierto tipo de amor? ¿No tiene, al menos, la poesía y la virtud de la fidelidad, de la perseverancia? Cierto que lo hicieron por mutuo interés, sin apenas devoción, pero insistieron contra viento y marea. «También lo hacen los socios de una empresa», se replicará. Pero resulta que, en este caso, no es una empresa circunstancial, es una empresa que lo implica todo, la vida entera, y lo entregado resulta ser la esencia misma (escasa, preciosa) del vivir, que es el tiempo. 
Estuvieron mil veces a punto de marcharse, y aguantaron. Sus mutuas hostilidades resultaron a menudo de una destructividad insoportable, de una amargura trágica; hubo rencor, inquina, decepción, engaño, vejación, portazos. Y, no obstante, se quedaron. ¿No merece eso un estupor admirado? «Persistieron por cobardía, por temor a la soledad, por impotencia…» Seguramente. Al cabo, todos buscamos la compañía porque tenemos miedo, por esquivar la soledad, porque nos sentimos dolorosamente incompletos; y requiriendo ese abrigo vamos de puerto en puerto, erramos de casa en casa sin acabar de quedarnos en ninguna. Ellos construyeron un puerto y lo habitaron: ¿hasta qué punto podemos juzgarlos? 

Pero hay más. Se intuyen misteriosas señales de ternura. Cuando se llevan más o menos bien, un rápido vistazo juzgaría que simplemente se soportan, que se han resignado a aguantar como quien no tiene otra cosa. Cada uno está en su cuarto, con su televisión o su libro, con sus fotos de padres, hijos, nietos. Se cruzan como extraños por el pasillo, comen juntos sin apenas intercambiar palabra. Pero sus burbujas no son impermeables. Cada uno, desde su extremo, cuenta con la presencia del otro. Hay un estar común, aunque remoto. Se ayudan a hacer una compra, a bajar unas cortinas, a administrarse un medicamento. Se cuidan cuando uno enferma. Y a veces se les pasa por la cabeza un relámpago de memoria, una evocación de bondad, un arrepentimiento. En algún rincón del corazón, en medio de desencantos y fatigas, alienta un vestigio de gratitud. Por pobre que se antoje, ¿no es eso amor también? 

Comentarios

  1. Yo también conozco una historia así.
    Imagino que mirar atrás y comprobar esa lealtad o fidelidad durante tantos años, también debe suponer cierta satisfacción.
    También creo que eran tiempos distintos. La educación era otra. Con generaciones más contemporáneas resulta más difícil encontrar casos así.

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  2. Y sí, yo creo que eso es amor también.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Amor mezclado con desencuentro, con despecho, incluso con crueldad... En las relaciones humanas, todo resulta ambivalente. Es difícil saber dónde están las líneas rojas.

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