Ir al contenido principal

Atisbo de la eternidad

«Y la nostalgia del instante de eternidad nos acompaña siempre», glosa con sugestiva imagen el sociólogo Francesco Alberoni acerca del enamoramiento. Habría que precisar: el enamoramiento de los desheredados, el que nos encandila pero no nos elige. El enamoramiento que nos consagra perdedores, y de ahí la nostalgia. «Haz que vuelva su rostro quien no quiso mirarme», canta Serrat. 


¿Y dónde está la puerta por la cual ingresamos en la eternidad? El novelista Milan Kundera nos lo expresó en una de sus frases más memorables: «El amor puede surgir con la primera metáfora». El destello de eternidad acontece cuando la realidad —tan plana, tan prosaica, tan literal— se inviste de simbolismo y se pone al servicio de lo poético. Es entonces cuando viene a imponerse el sueño, trastocándolo todo, cambiando de lugar las cosas y los significados. Había un anhelo contenido y se abrió la espita. 

El enamoramiento es una marea que rebosa, una flecha que se proyecta hacia el futuro. Se hacen y rehacen planes. La ilusión se desparrama en una profusión de expectativas que no admiten contención. «Y a la noche se le fue la mano», exclama Ana Belén: no hay despilfarro a medias. El enamoramiento, transido por lo extraordinario, no admite ceñirse a los límites habituales, no quiere ser sensato. Parece que toda la efusión de vivir se concentra en un nombre, en una presencia. 
La fuerza del enamoramiento es elemental, primitiva. Resistirse no hace más que incrementarla. Su detonar deslumbra de tal modo que nos exilia de lo cotidiano: tras el fulgor, no es posible volver a la pálida luminosidad sin tener la sensación de que uno deambula por tierras de penumbra. El mundo, fuera del ser amado, no es más que un páramo de nostalgia. 

Hay algo trágico, por tanto, en el regreso al barbecho de lo ordinario. Después de que nos estremezca el trueno, ya no se desea su blanda bondad, su pacífica sencillez. Puede que, como dice el poeta Gil de Biedma, los días laborables sean los que tienen razón, pero el amor no pretende tener razón: la razón es para los sabios, y el amor no quiere ser sabio. Un hambre se ha desatado en toda su dimensión, y no aspira a saber más que de sí misma, de su dulce sufrimiento, de su candente brasa. Se ha desatado una fe, un entusiasmo, y el único dolor que le afecta es verse contrariado. 
Pero casi siempre la pasión se retira, y por larga que sea nuestra espera acaba imponiéndose el momento de regresar. A los mortales les está vedado permanecer mucho tiempo en tierra de dioses. El alma traicionada se repliega en una profunda decepción. Ha sido llamada y se ha abierto, dispuesta, pero la voz se sumió en el silencio y no responde. 

¿Quién consolará al devoto abandonado? ¿Qué dios rige el misterio de las almas burladas? Sabemos quién fue nuestra enemiga. No la complaciente Afrodita, que exhibe sin recato su opulencia frondosa; no el exuberante Eros, que siempre supimos arrebatado y zumbón. No: la culpable es Artemisa, la hechicera de los extraviados, la agreste diosa de los melancólicos vagabundos que tuvieron el mal hado de contemplarla desnuda. ¿Y qué dios protegerá al perdido? ¿Acaso se interesará por él Zeus, compasivo a veces con los visionarios malditos? ¿Será Apolo, luminoso gemelo de Afrodita, cuyo buen juicio desatinó ante la dulce Dafne? ¿O habrá que invocar a Dionisos en su divina locura? ¿El inconstante Hermes? ¿El siniestro Hades? 
Sea cual sea, que no nos deje desamparados en la bajamar del éxtasis. «Señor de la Noche, reza por mí…» 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...