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Hijos de la vida

Pocas cosas en la vida nos despiertan tantas expectativas y nos causan tantos requiebros como los hijos. Queremos que nuestros hijos disfruten lo que se nos negó y sean lo que no hemos sido. «Yo no tuve…, pero a mi hijo no le faltará…» «Yo no pude evitar que…, pero no permitiré que mi hijo…» ¿No sobra tanto yo? Lo que habla ahí son nuestras ganas de desquitarnos de viejas batallas que en su momento —por impotencia, por desesperación, por comodidad— perdimos. 


¡Qué asfixiante presión sobre los vástagos! Ellos serán los encargados de realizar aquello que nosotros no pudimos, no supimos o, en definitiva, no quisimos. Ellos prolongarán nuestro destino y le sacarán el brillo que no alcanzó nuestra mediocridad. Ellos reescribirán el desenlace de nuestra vida, para otorgarle la redención de todas sus amarguras y llenar todos sus vacíos. Nuestros hijos no tendrán permiso para refugiarse tras nuestras excusas; expresándolo con la terminología de Sartre, a ellos no les estará permitida nuestra mala fe. 
¡Qué angustiosa responsabilidad! Y, al mismo tiempo, ¡qué despótica, qué injusta! Hay que recelar de los sueños que uno pone en los hijos. Porque nuestros sueños no son sus sueños. Porque no han venido al mundo para servirnos de instrumento, sino para realizar su propia vida. ¿Tenemos derecho a proyectar en ellos nuestros deseos? Cierto que es imposible ser sin desear. Pero los deseos son siempre un ejercicio de violencia cuando se vuelcan sobre los demás. 

Al niño nos toca educarle: transmitirle una cultura, insertarlo en los códigos de una sociedad, moldear su humanidad precaria desde lo humano que hemos conquistado como adultos. No hay más remedio, para bien y para mal. Al niño hay que enseñarle cómo se aprieta un tornillo, pero también cómo se dialoga y se pacta. De lo contrario le privaríamos de un legado cultural y familiar que le pertenece, y sobre todo, le impediríamos saber quién es, cometeríamos el crimen de abandonarlo a merced de su propio narcisismo salvaje. 
Hay que educar, y eso no puede hacerse sin un modelo de aquello que nos parece correcto, adecuado, conveniente. La educación es, ante todo, una tarea moral, un acompañamiento cariñoso y exigente hacia la madurez. Requiere, ante todo, afecto y paciencia. Y conlleva una ineludible tensión: una lucha entre voluntades, el pulso con una resistencia. ¿Manipulación, imposición, represión? Sí. ¿De qué otra manera podría hacerse valer lo bueno, que no deja de ser un artificio? Pero dirigidas por la ternura y matizadas por el respeto. 
Y es ese respeto el que nos tiene que mantener tenazmente críticos con nosotros mismos: con nuestras arbitrariedades, nuestros temores, nuestras frustraciones. Tenemos que recordarnos una y otra vez que todo eso es nuestro, no de ese niño que también sentimos nuestro mientras todo en él nos recuerda que no lo es. Hay que ser escrupuloso distinguiendo libertades: la nuestra, que mal que bien ya hemos ido construyendo; y la suya, que se tiene que abrir paso por sí misma, impregnándose de la nuestra seguramente, pero sobre todo rasgándola, resquebrajándola, y a la postre superándola. No necesariamente para hacerla mejor, sino para hacerla propia. 

Nos guste o no, nuestros hijos son libres. Eso quiere decir que elegirán por sí mismos, tendrán sus propios sueños y sus propios temores, sus desaciertos y sus conquistas. Porque, como dice el poeta Kahlil Gibran, nuestros hijos no son nuestros: son los hijos y las hijas de la vida, y «sus almas viven en la casa del porvenir, que está cerrada para vosotros, aun para vuestros sueños». Amarlos es proteger sus pasos. 

Comentarios

  1. Totalmente de acuerdo en lo que dices.
    Quizá existan miles de millones de libros, y ni uno solo puede decirne cómo criar a mi hija. Podré hayar consejos o trucos, pero ninguna certeza. Se ha de vivir e ir haciendo camino al andar.
    Creo que está bien indicarles que se conozcan a sí mismos, que procuren vivir en armonía con sus valores y que sepan gestionar sus emociones. Dejarles que decidan y avisarles solo si van a meterse en un lodazal o caer por un agujero escondido. En mi caso, cuando intento avisar a mi hija de algo, la mayoría de veces, ya lo sabe. Son ventajas de vivir en un mundo tan lleno de información.
    Cantinflas decía que como humanos solo tenemos dos obligaciones: Una, ser felices. Dos, ayudar a los demás a ser felices.
    La primera se cumplió cuando nació mi hija. La segunda es lo que debo hacer por ella. Nada más, y nada menos.

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    Respuestas
    1. Eso es. Mi hijo me enseñó para qué nací y cuál sería mi misión a partir de entonces. Nada más y nada menos.

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  2. Creo que es la primera vez que llegamos a un punto tan claro...jejeje

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