Ir al contenido principal

La insoportable persistencia de la infancia

Es una idea bastante asentada entre los psicólogos que, a partir de una cierta edad temprana —demasiado temprana—, uno ya ha decidido quién es y qué hará en la vida. Como diría Eric Berne, uno ya ha escrito su guion. 


Si eso es cierto, la existencia humana se reduce a un despliegue más o menos exitoso de un argumento esbozado mientras éramos unos enanos en manos de gigantes. Dicho de otro modo: la vida es la niñez y el resto es territorio conquistado. Pura redundancia. 

Esta tesis fatalista resulta descorazonadora: los primeros años se convierten, así, en una condena, pero al mismo tiempo, como avisó Sartre, sirven peligrosamente de coartada. Al partir con la libertad mermada, el individuo queda exento de responsabilidad. Hay que resistirse a ese determinismo que nos reduce a meros autómatas programados al salir de fábrica. 
¿Qué pasa con los esfuerzos por redirigir lo establecido, por salirse del guion e inventar algo nuevo? ¿Qué pasa con Prometeo, con Sísifo, con Ulises, embaucando a los dioses? ¿Serán nuestros esfuerzos meros rodeos, meras vueltas en círculo que acaban donde empezaron? ¿Será que no hay manera de trascenderse a uno mismo? ¿Existirá ese destino en el que creían los antiguos, solo que, en lugar de estar regido por entidades celestiales, es decretado por la despótica, formidable, espantosa infancia? ¿Resultará que, como Edipo, cada paso que damos no hace sino hundirnos más en el pecado original de lo que una vez y para siempre decretamos ser? 
Si uno se concibió en el origen como fracasado o como canalla, ¿puede llegar a convertirse en otra cosa? Pongamos que las primeras decisiones marcan la pauta: ¿no podría reescribirse? ¿No podríamos, al menos, llevarle la contraria? Los terapeutas opinan que sí, de lo contrario su oficio no tendría sentido. Pero desde Freud nos avisan que es arduo e improbable. Y quien se haya embarcado en la tempestuosa travesía de una terapia (o de más de una, como hemos hecho algunos) habrán tenido oportunidad de comprobarlo. Uno se despide del terapeuta más por desesperación o por cansancio que por convicción de haber reorientado el rumbo. Tal vez, si se mira con atención, uno vislumbra cierta mejora: esa es la esperanza. Pero es verdad que, cuando uno se mira al espejo, suele volver a ver más o menos al de siempre… Tenemos una obstinada tendencia a parecernos a nosotros mismos. 

Pienso, por ejemplo, en lo mal que suelo quererme. A veces se me olvida y llego a pensar que soy un tipo estupendo, pero siempre, sobre todo cuando las cosas van demasiado bien o alguna de ellas va mal, acabo por recuperar esa convicción, tan viva como siempre, de una escasa valía. En realidad, por sorprendente que resulte, el efecto es como de volver a casa. Fuera de esa vieja sensación me siento desamparado, como si me estuviera moviendo en un territorio que, por mucho que me empeñe, jamás será el mío. Como si fuese un impostor. ¿Será que uno solo se siente auténtico cuando cumple lo que en el fondo reconoce como su destino, cuando lleva a cabo las primitivas decisiones? ¿Será esa la causa de que nos sintamos tan inseguros fuera de los fracasos habituales, abandonando el paisaje familiar de nuestras arcaicas certidumbres? 
¿Acudiré a los viejos hábitos, entonces, como el que regresa al hogareño sabor de la costumbre? De ser así, no es extraño que ni el amor ni la suerte, ni la lucidez ni la convicción, alcancen casi nunca para curarnos de esa tendencia a reincidir en nuestra historia. Por doloroso que sea, es nuestro dolor. Por devastada que esté, es nuestra casa. Y el mundo es grande y la vida corta. ¡Cuánta fuerza hace falta para ser fuerte! 

Comentarios

  1. Interesantísima cuestión.
    En mi caso, si bien es cierto que ya desde pequeño sentí "la llamada de la selva", es decir, mi atracción y admiración hacia los animales, y con ello me identifico esencialmente, por otra parte, no me cuesta creer que nadie nazca torero, o guitarrista o bombero, o que se hagan así en la infancia.

    ResponderEliminar
  2. Por otra parte, a veces, en según qué momentos, pienso: "¿Qué le aconsejaría a mi hija que hiciese?"
    Y suele ser mejor que lo que me digo a mí mismo. Por tanto, creo que es bueno estar atentos y cuidar a nuestro niño interior, como haríamos con nuestro propio hijo o hija.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Llevo tanto tiempo dándole vueltas a eso del niño interior! Vale, por un lado, cuidarlo. Pero por otro, en algunas cosas me gustaría que me dejase crecer. En fin, él y yo hacemos lo que podemos...

      Eliminar
  3. Nadie puede hacer más de eso...jejeje

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...

Gato por liebre

En la feria de las interacciones sociales, podemos permitirnos ser benévolos, pero no ingenuos. La inocencia es una pulcritud que conviene ir embarrando, mientras dejamos que nos curta la experiencia. La sagacidad nos da la ocasión de probar a ser magnánimos con fundamento, no por ignorancia. Tampoco se trata de parapetarnos tras una suspicacia despectiva o cínica, pero resultaría cándido olvidar que, como canta Pedro Guerra, «lo que hay no es siempre lo que es, y lo que es no siempre es lo que ves». En general, podemos contar con que todo el mundo intenta sacar el máximo partido posible al mínimo precio. Incluso cuando no es así, es así. El solidario siembra semillas de una colaboración que espera que se le dispense cuando la necesite. El filántropo apacigua la conciencia o gana en prestigio. El altruismo se nutre de la expectativa. Todos esos pactos son buenos cuando son honrados, porque hacen la vida mejor para todos, que es de lo que se trata. Pero no dejan de ser pactos. Y en su m...

1984 posmoderno

Esa posmodernidad que se jactaba de haber desmantelado los grandes relatos, liberándonos de su larga sombra, ha hecho poco más que volar todas las certidumbres, sin dejar a cambio, al menos, alguna propuesta de brújula o de mapa. Su minucioso vendaval nos ha reducido a la condición de náufragos, chapoteando en un océano sin horizonte, a merced de piratas y de extravagantes ínsulas Baratarias. Entre todos asesinamos a César. Como enardecidas brigadas de demolición, ardientes conjurados, las muchedumbres del siglo nos hemos lanzado en tromba a despedazar uno a uno los sillares de esos monumentos formidables, esos templos colosales, que fueron las viejas ideas heredadas de los tiempos que aún tenían pasado y futuro. Libertad, igualdad, fraternidad, cielos o infiernos, reliquias o utopías, los conceptos sagrados de todo signo saltaron en pedazos como bastillas ideológicas y carcomidos muros.  Entusiastas renegados, invocamos la gloria de la deconstrucción. Amalgamados en una masa hom...

Niveles de interacción

Las relaciones humanas se desempeñan en diversos niveles de proximidad. Entre la compra en una tienda desconocida y una conversación íntima de amigos media todo un abanico de transacciones que varían en intensidad y sentido, y que cuentan con su propio código y su protocolo característico. Aquí proponemos cuatro niveles básicos de interacción, de menor a mayor compromiso, y que por simplificar identificamos como usufructo, gentileza, afabilidad y afecto. En el usufructo solo hay interés e instrumento. Muchas de nuestras interacciones cotidianas son con extraños. Encuentros accidentales regulados por un código superficial, en los que el individuo carece de significado personal y queda estrictamente reducido al rol (y al guion) que le corresponde en la transacción concreta. En esas interacciones ocasionales, breves y esquemáticas, el valor atribuido al sujeto es puramente instrumental: cada cual actúa exclusivamente en función de su interés concreto (¿qué necesito de ti?) y trata al otr...

De creencias y descreimientos

Las convicciones y las creencias rigen nuestra vida, y vivencias tan asombrosas como el enamoramiento o la fe religiosa pueden marcar la frontera entre la felicidad o la desgracia. Dediquémosles algunas reflexiones. En el enamoramiento, como en la fe o en cualquier otra devoción, el momento decisivo es la entrega , el pasaje de adhesión a pesar de la ambigüedad, la incertidumbre e incluso los impedimentos (o quizá precisamente como reacción a todo ello). La convicción de una creencia no se basa en las pruebas ni en los razonamientos, sino en una afirmación directa, una toma de partido ciega y concluyente, a partir de los afectos placenteros que inspira una inclinación emocional. Es el triunfo irracional y ferviente de lo afirmativo, el empeño gratamente obstinado en dar forma al material fangoso y escurridizo de la realidad.  El creyente (el enamorado es un creyente) enfoca su voluntad y la vierte en una decisión, trocada en convicción por la misma fuerza de su entrega. Aquí cobra ...