Ir al contenido principal

Imbecilidad... pero no tanta

Leo, con bastantes tropiezos y una cierta indigestión, La imbecilidad es cosa seria, opúsculo del filósofo italiano Maurizio Ferraris. El autor acierta en su apreciación de la imbecilidad universal, pero se muestra miope y rudimentario en su juicio. 


De alguien que piensa con un mínimo conocimiento y una cierta sutileza cabe esperar conclusiones más sagaces. Me niego a considerarlo meramente imbécil (como sugiere más de una vez, quizá en un intento de ganar la benevolencia del lector haciéndose el gracioso): eso sería demasiado complaciente. Más bien me parece tendencioso y bullanguero. 
Ferraris busca camorra con su tono sarcástico (si bien predomina un fondo amargo y angustioso), pero sobre todo con sus apreciaciones esquemáticas y sus sentencias terminantes. «El hombre nace esclavo, débil, insuficiente y dependiente… En resumen, nace imbécil». Incluso cuando tiene razón, dan ganas de llevarle la contraria solo por evitar que nos corroa con su estéril acritud. Como un saltimbanqui, pasa del argumento ácido al meramente arbitrario. Una cosa es simplificar, en pro de la pedagogía, y otra afrontar algo tan complejo como lo humano con simpleza. En tanto que filósofo, nos parece más corto que agrio, más superficial que pesimista; y sus afirmaciones se nos antojan más pose que postura. 

Veamos: claro que el humano es un animal rotundamente estúpido. Erasmo fue el más ingenioso, aunque desde luego no el único, en proclamarlo. Tal obviedad quizá contenga lo único irrefutable y diáfano de este ensayo. Todo lo demás que nos sugiere son tropiezos. El principal de ellos: ¿para qué tomarse la molestia de escribir para imbéciles? Pero hay más. 
Uno. Somos meridianamente estúpidos, de acuerdo, pero, ¿solo somos eso? Definirnos en exclusiva por nuestra imbecilidad sería como considerarnos malos sin añadir el matiz de que a veces resulta que somos buenos, o tildarnos de especie violenta sin contemplar los hitos del derecho, la cooperación o el altruismo. ¿Por qué nuestras torpezas deberían ser más representativas que las genialidades? Hay mucha tontería en la gente, sí, pero a renglón seguido es obligado añadir que también hay otras cosas. Están el Quijote y Velázquez, la música y la poesía, el portentoso edificio de la ciencia... Somos seres estúpidos que se rebelan contra su imbecilidad, que se esfuerzan, a veces con éxito, en comportarse como si no lo fueran. 
Dos. Nuestras imbecilidades tienen su vertiente misteriosa. Quizá resulte que, después de todo, nos hayan sido útiles y lo sigan siendo en algunas ocasiones. Quizá sin un cierto grado de estupidez la vida resultaría insoportable; y de eso sí que no tenemos la culpa. El propio Erasmo supo entreverlo. 

Tres. Ferraris describe al hombre como con náuseas, entre el horror y el menosprecio. Con ello demuestra una vez más lo cerril o prejuicioso de su perspectiva. Si uno es capaz de sentir algo más que crueldad o indiferencia, debería encontrar en el dolor humano (tantas veces fruto de la imbecilidad) razones para la misericordia. ¿Qué clase de filosofía puede ignorar el rasgo de humanidad más elemental? 
Y cuatro. En definitiva, a Ferraris (y a pesar de que el tono de su libro juegue a desmentirlo) le falta un ingrediente sin el cual no se puede contemplar el circo humano con un mínimo de ecuanimidad: el humor. Romain Rolland decía que el hombre es un buen animal, siempre que no le pidamos mucho. Parece que el italiano sí que se empeña en exigir más de la cuenta. En esa rigidez demuestra tener, además de escaso aprecio por la gente, muy poco sentido del humor. Y este sí que es un detalle de dudosa perspicacia. 

Comentarios

  1. Somos como el yin y el yan. No como el yin o el yan.
    Acertadísimos tus comentarios.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá.  Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvid

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Grandes esperanzas

«La esperanza es lo último que se pierde», proclama el refrán popular, animándonos a no cejar en los empeños que valgan la pena. Fue, en efecto, la esperanza lo único que se quedó sin salir de la caja de males de Pandora. Curioso mito que expresa la profunda ambivalencia de ese sentimiento: ¿qué hacía en un depósito de males, y por qué no salió con los otros a hacer estragos por el mundo? ¿Se quedó en lo más profundo como último acicate del corazón, o para envenenarlo con su melancólica fe en la redención futura?   Ese don divino, que retuvo para nosotros la temeraria muchacha, huele a trampa. La apuesta contumaz por el mañana vivifica el ánimo abatido, pero también congela su mirada. Esperar tiene algo de cautiverio, de impotencia. Así nos lo previene Spinoza, hermanando esperanza y miedo. Esa «alegría inconstante» que nos inspira la primera tiene el reverso de la «tristeza inconstante» del segundo: uno nos lleva a otro sin darnos cuenta, paralizándonos en la contemplación de una qu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado