Ir al contenido principal

Expectativas

«No puede ser que haya hecho eso… Ella no es así». Lo que más nos emociona del cuento de la Cenicienta es el hecho de que la protagonista logre recomponer un destino que parecía cerrado para siempre. 


Lo excepcional de esa suerte nos hace reflexionar sobre el enorme ascendente que tienen las atribuciones sobre lo que somos o lo que dejamos de ser, y lo arduo que resulta salirse de ellas. La prueba está en que a Cenicienta tienen que ayudarla —¡y con no poca magia!— para transgredir una sola vez ese rol, y luego, además, deberán venir a buscarla para que por fin pueda librarse de él. 

No siempre somos conscientes de hasta qué punto nos condicionan las expectativas ajenas… y cómo condicionamos con las nuestras a los demás. El hecho, por ejemplo, de que los demás esperen bondad de nosotros, nos anima a ser buenos; lamentablemente, también sucede a la inversa: las ovejas negras suelen serlo precisamente porque esa es la idea que se tiene de ellas. La atribución de rol tiene el poder de crear el rol, que es el espacio que se nos ofrece para movernos en nuestros contextos sociales; tiene, por consiguiente, tanto de oportunidad como de limitación. 
Las «etiquetas», como se les suele llamar expresivamente, definen el guion de nuestros éxitos y nuestros fracasos, y parece que no podamos ser nada fuera de ellas. Este fenómeno se aprecia con especial nitidez en los niños, que aún no han esbozado un concepto propio de su yo, y no tienen más remedio que verse a sí mismos con los ojos prestados de los que les rodean. A veces se debaten con las fronteras que les impone el sambenito que se les cuelga, pero esas salidas de tono suelen ser mal recibidas por los demás, y lo probable es que regresen cuanto antes al terreno seguro de responder a lo que se espera de ellos. Hay que tener cuidado con las sentencias lapidarias que le imponemos a un niño, sobre todo cuando afectan al valor o cuando implican juicios morales: «Siempre estás tramando algo malo», «No se puede confiar en ti», «Lo estropeas todo»… El totalitarismo de esos siempre, nunca, todo, contribuye a cargarlos de un mayor dramatismo, que los convierte en una sentencia que aplasta sin que quede un resquicio a la posibilidad de otra cosa. 

El poder de las expectativas es enorme y, por supuesto, no se limita a los niños. Toda la vida estaremos condicionados por él, y lo usaremos para condicionar a otros. Es, además, una fuerza que se retroalimenta: el encasillamiento en el rol hace que los demás nos identifiquen cada vez más con él, como un camino que se afianza al pisarlo. Y no solo por parte de los demás: al fin y al cabo, nuestro autoconcepto se construye a partir de la interiorización del concepto que se nos atribuye socialmente, así como de aquellos comportamientos y actitudes en los que nos observamos desenvolvernos. 
Es así como el rol se convierte en un nicho (la imagen parece especialmente acertada por su connotación mortuoria: el rol impuesto mata en nosotros las otras posibilidades) del que difícilmente escaparemos. El inseguro rara vez se atreverá a manifestarse con seguridad, por muy convencido que esté o muy capaz que se sienta; y justamente el no salir de ese comportamiento lo seguirá consolidando y aumentará su probabilidad. El huraño, con su aislamiento, provocará el rechazo o la indiferencia de los demás, lo cual confirmará su hosquedad. Tal vez haya depresiones o agresividades que surjan como reacción a la trampa de roles tan insoportables como ineludibles. ¿Cuántos de nuestros supuestos «rasgos» se configuran por sí mismos al dejarnos atrapados en esos círculos viciosos?

Comentarios

  1. Muy de acuerdo con todos tus comentarios. Acertado ejemplo el del nicho ("yuyu", cruzemos dedos).
    A mi me ha venido a la cabeza las fiestas navideñas. Es una época donde los roles afloran y campan a sus anchas.
    Desde hace años les regalo a mi hermana y a mi madre, sendos calendarios, diseñados con fotos familiares acordes con el mes que muestran y que además recuerdan los cumpleaños. Les gustó tanto la idea que cada año repito. Tal como indicas, como un año no realice ese regalo, se producirá una hecatombe emocional. Una desconexión de la realidad. Entraremos en otro multiverso.
    Automáticamente el diagnóstico será que me pasa algo.
    Si cada año llevas el vino en Navidad, como un año no lo hagas, es que te pasa algo. ¡No puede ser!

    Es verdad que me deja malas sensaciones lo que comentas de las afirmaciones totalitarias a los niños. Estoy de acuerdo que pueden llegar a hacer mucho daño. Los niños nos enseñan tanto...Debemos hablar con ellos con naturalidad, pero a la vez con sumo cuidado. Como diría el maestro Bruce Lee: "Utilizar la naturalidad antinatural o la antinaturalidad natural". Ahí es nada...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Caramba con Bruce Lee... Me gusta más cuando dice que seamos agua, jaja.

      Como siempre, tus anécdotas son sabrosísimas. A todos nos pasa: tenemos la puñetera manía de convertir las ocurrencias en costumbres. Eso hace la vida más convencional, a veces aburrida y hasta agobiante, pero hay que reconocer que también la hace más fácil, al simplificarla y reducir la incertidumbre. En la convivencia, sobre todo, cualquier novedad en los hábitos puede ser indicio de un problema o posibilidad de un conflicto: lagarto lagarto, lo tranquilizador es que todo suceda siempre igual.

      Eliminar
  2. Sí, es más fácil ser agua...jeje

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá.  Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvid

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Grandes esperanzas

«La esperanza es lo último que se pierde», proclama el refrán popular, animándonos a no cejar en los empeños que valgan la pena. Fue, en efecto, la esperanza lo único que se quedó sin salir de la caja de males de Pandora. Curioso mito que expresa la profunda ambivalencia de ese sentimiento: ¿qué hacía en un depósito de males, y por qué no salió con los otros a hacer estragos por el mundo? ¿Se quedó en lo más profundo como último acicate del corazón, o para envenenarlo con su melancólica fe en la redención futura?   Ese don divino, que retuvo para nosotros la temeraria muchacha, huele a trampa. La apuesta contumaz por el mañana vivifica el ánimo abatido, pero también congela su mirada. Esperar tiene algo de cautiverio, de impotencia. Así nos lo previene Spinoza, hermanando esperanza y miedo. Esa «alegría inconstante» que nos inspira la primera tiene el reverso de la «tristeza inconstante» del segundo: uno nos lleva a otro sin darnos cuenta, paralizándonos en la contemplación de una qu

La intolerancia no ama

Un profesor francés fue degollado brutalmente por comentar unas caricaturas irreverentes con ciertos símbolos religiosos. La intolerancia es una bestia atroz que siempre acecha.  ¿Qué es un fanático? Alguien que pone sus ideas o sus fantasías por encima de las personas. Sean del tipo que sean. Quizá se objete que hay muchas ideas que están, y deben estar, por encima de las personas: por ejemplo, la ley. De ningún modo: una ley justa no se sobrepone a las personas, sino que permanece a su servicio. Una ley justa satisface a la mayoría, protege a la minoría y no destruye cuando impone. Equilibrio arduo e inestable: por eso, un código es siempre algo inacabado y pendiente de cuestionamiento. Una ley, en el fondo, siempre se sabrá lastrada de una cierta injusticia. Todo lo contrario que los rígidos dogmatismos del fanático. Quizá por eso un pillo está más cerca de la inocencia que un puritano.  Todos tenemos verdades definitivas: el fanático cree las suyas absolutas. Pero no es eso lo que