Ir al contenido principal

Dirigir

Hace algún tiempo me ofrecieron hacerme cargo de la dirección de una entidad, cosa que jamás se me había pasado por la cabeza; y aún se me había ocurrido menos la posibilidad de que diría que sí. Allá fui, al puente de mando de un navío desconocido, a controlar un timón que no había empuñado nunca, entre asustado y motivado por la intriga de si sería capaz de hacerlo. A veces me sale la vena aventurera. 


Mal que bien, he sobrevivido y hasta he disfrutado. El barco flota y avanza: me doy por satisfecho. Pero no me engaño: sé que no estoy en mi lugar natural. Esto de llevar la batuta de la orquesta, por lo que voy viendo y como casi todo en la vida, tiene su don y su arte. Hay personas agraciadas con el don, lo cual es un formidable punto de partida y tal vez garantice, al menos y si el entusiasmo no da para más, un desempeño pasable, de esos que discurren sin grandes tropiezos y permiten que todo el mundo cumpla lo suyo sin sobresaltos. 

¿Se me permitirá envidiarlos? Al fin y al cabo, ir tirando de manera aceptable y fluida es lo de entrada se pretende, tanto los jefes como el resto de los trabajadores, y por supuesto los usuarios. Instalarse en una cotidianidad eficiente y eficaz permite que el trabajo cumpla con su cometido y, a la vez, no se desborde sobre la vida cotidiana ni lleve a situaciones de estrés. Dichosos los que saben conducir el timón así, lo cual incluirá sin duda una porción de arte: no hay maestría más loable que la del equilibrio, la prudencia, la justa medida. 
Para los que nos hemos metido en el berenjenal de la dirección sin demasiado don innato, lo único que queda son dos cosas: compensar la falta de inspiración con intensidad de trabajo y esforzarse por aprender ese arte que otros manejan espontáneamente. Desafío similar al de los avanzados que pretendan llevar adelante un proyecto creativo y temerario. El aprendiz tal vez se convierta en maestro a fuerza de tesón y unos cuantos palos; el maestro tendrá que echar mano de toda su experiencia si aspira a aventuras fuera de su “zona de confort”, como se dice ahora, lo que equivale a volver a ser aprendiz. Lo más difícil de la ambición es que hay que encontrarle su propio equilibrio: planteará nuevas dificultades y errores de más calado, y a menudo se deberá retroceder a terreno conocido para hacer acopio de fuerzas. La pregunta fatídica, que se impondrá cuando cundan el agobio o el desánimo, es hasta qué punto valen la pena las noches en vela, la amenaza de úlcera o las renuncias inevitables. A menudo asomará la tentación de mandarlo todo a hacer gárgaras y volver a la vida sin sobresaltos del subordinado. 

Pero rendirse es una opción que el que dirige no puede permitirse, si piensa en los que dependen de él. Uno ha asumido un compromiso con los demás, con el proyecto común, con la afirmación de las ilusiones. Capitular es llevarse por delante a otros, a veces muchos. Si uno no se encuentra en las últimas, si no se ha llegado al punto en que continuar hace más mal que bien, hay que insistir. No en vano el capitán siempre es el último en abandonar el barco: dirigir, cuando se hace con responsabilidad, es un deber del amor, o al menos de la ética. 
Así que, donde falta el don, hay que poner ganas. Salir con bien en territorio hostil requiere astucia. Ulises era un buen guerrero, pero se le daba mejor embaucar con caballos de madera. Rodearse de colaboradores competentes es ya una competencia. Repartir responsabilidades es hacerlas valer. Tratar con respeto y ecuanimidad crea un buen caldo de cultivo para las cualidades de los otros, que alcanzarán donde no lleguen las nuestras. No nací para dirigir: el que no nace, se hace.

Comentarios

  1. Creo que conseguiste tu propósito con creces. Prueba de ello son estas conclusiones que has conseguido extraer de la experiencia:
    "Rodearse de colaboradores competentes", "Repartir responsabilidades"...
    Me ha venido a la cabeza una afirmación que hizo una vez Alfredo Di Stéfano, cuando le preguntaban por enésima vez por el excepcional talento futbolístico de Maradona. Dijo: "Ningún jugador es tan bueno como todos juntos".
    La historia le da la razón.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, este artículo lo escribí hace tiempo, cuando aún llevaba el timón. Luego llegó la hora del relevo, y lo cumplí contento, convencido de que traspasar el mando era lo correcto, y que estaba regresando a mi lugar natural.
      No me arrepiento de nada. Jugué mi papel con honestidad y mi aportación no fue inútil. Comprendí que el liderazgo es un servicio, es intentar hacer valer ese "todos juntos" que decía Di Stéfano y que, en efecto, es la principal lección -¡y la más difícil!- de ejercer un cargo directivo.
      La vida es una sucesión de roles (que no inventamos y a menudo ni siquiera elegimos), y cada uno tiene su propio desafío. Seguiremos procurando entregarnos con pasión a lo que venga, desde el lugar que nos toque. No creo que nos puedan exigir mucho más.

      Eliminar
  2. El otro día mi hermana me dijo: " Estoy de baja y me ha llamado mi jefe y me ha pedido si puedo teletrabajar unos asuntos. Lo estoy haciendo y ahora me siento idiota".
    A lo que le dije: "Te han pedido si les puedes ayudar y les estás ayudando. Eso no tiene nada de idiota".
    En una sociedad que tira a lo individualista, rozando el egoísmo, hacer algo cuando te lo piden, es gesto esperanzador para el ser humano.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A veces pienso que la sociedad se sostiene porque la mayoría de la gente hace más de lo que le toca, por pura generosidad. Lo malo es que el sistema es perverso y se aprovecha de ello: en ese punto aparece el derecho, e incluso el deber, de reclamar justicia. Ignoro si es el caso de tu hermana, pero hay muchos otros en los que su indignación tendría sentido.

      Eliminar
  3. El anónimo soy yo. Fallo mío...

    Bueno, en el caso de mi hermana, siempre ha esperado más valoración en lo que hace. Digamos, otro tipo de valoración, no solo: "Eres muy competente y estamos muy satisfechos de ti".
    Tampoco estoy allí, pero sí sé que a veces hay jefes que no realizan el mismo esfuerzo que reclaman. No compensan. Solo dan las gracias. Entonces, alguien generoso como mi hermana, entra en conflicto consigo misma.
    Yo procuro animarla a que se sienta satisfecha de lo que hace, con independencia de si se lo compensan o no.
    Siempre es mejor ocupar el sitio de "los buenos".

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...