El legado cristiano no ha dejado en muy buen lugar a las pasiones, por más que los románticos intentaran dignificarlas. Platón prefería la ordenada razón a los impulsos viscerales, aunque reconocía que son los que ponen la fuerza de la vida, los caballos que tiran del carro en el que viaja el alma racional; pero nada bueno cabe esperar de ellos si no son bien amarrados por esta.
Con su alegoría del carro alado, el filósofo nos legó una visión conflictiva de la naturaleza humana: nuestra alma está dolorosamente disgregada en instancias contradictorias, y por eso la vida es una tempestuosa guerra interior, un tumulto sin apenas descanso en el que nos esforzamos por poner algo de orden. El propio término pasión remite a una concepción del sentimiento como algo pasivo, algo que se padece, que se nos impone en contra de nuestras preferencias. Muchos siglos más tarde, Freud pintaría el ser humano según un modelo parecido, el de su famosa trilogía del yo, el superyó y el ello.
A pesar de la revitalización posmoderna de las emociones, el pragmatismo contemporáneo, en el fondo, sigue desconfiando de ellas. Son una parte primitiva y díscola que no hace más que ponerle trabas a la voluntad. El amor apasionado nos parece una ingenuidad trasnochada, la entrega entusiasta a un ideal se nos antoja cándida e inmadura. Una legión de terapeutas de todos los colores intenta curarnos de nuestras pasiones, o al menos entrenarnos en controlarlas, domesticarlas para que no perturben nuestra productividad (no solo en el trabajo: también la pareja, por ejemplo, debe resultar productiva para ser considerada valiosa). Una persona arrebatada por la pasión aún tiene, a los ojos de hoy, tintes de insensata o de enferma. Sobre todo enferma: la pasión se ha medicalizado, como prueba el formidable volumen de psicofármacos que tomamos para adormecerla y controlarla.
Pero el verdadero drama del ciudadano neoliberal es que se halla dividido interiormente. Se debate entre el temor a las pasiones y la nostalgia de una vida apasionada. En realidad, ambas tendencias no son opuestas, sino complementarias, y tienen que ver con nuestra obsesión por el control. La pasión es lo que se nos escapa, lo que no podemos dominar (al menos del todo) y por tanto nos vemos condenados a sufrir. No hay un temor más vívido para un ser que ha hecho del control su seña de identidad, hasta el punto de convertirlo en el motivo central de su existencia. Pero, a la vez, algo en nosotros intuye que esas ventanas al desorden, a una cierta locura transitoria, marcan los momentos en que las ráfagas de la vida penetran realmente en nuestras rígidas guaridas y, como los dioses o los demonios, las fecundan. La pasión es sufrimiento, pero también goce, un disfrute libre y ciego que se impone a todo y nos hace entrever la felicidad. Sospechamos que la única existencia que merece ser vivida es precisamente la del ser apasionado, que renuncia al control narcisista, aburrido, monótonamente despótico, del ego, y se entrega por una vez a las delicias del ánimo apasionado.
Somos, en definitiva, seres hambrientos de pasiones, tan hambrientos que viven aterrorizados por ese anhelo misterioso cuando lo perciben en sí mismos, y quizá por eso prefieren consumirlo en la inocua ficción de los relatos. Necesitamos los libros y las películas para que nos cuenten episodios de una vida que podría ser la nuestra, mientras nos sentimos a salvo de ella. Al apagar la televisión, el mundo vuelve a ser ese ámbito controlador y controlado que nos guarece de los excesos de la libertad y de la locura de la pasión. La pregunta que entonces nos atormenta es: ¿de verdad vale la pena ese mundo?
En efecto, sin pasión ¡qué insufrible sería la vida!.
ResponderEliminarSegún el maestro Punset, cuando creemos que hemos tomado una decisión razonada, hace tiempo ya--apunta él-- que las emociones la habían tomado ya.
Si la pasión permanece en nuestro lado visceral y emocional, será porque cumple su función y la evolución la mantiene. O eso me gusta creer.
A lo largo de mi vida he conocido personas con un increíble dominio de sus emociones. Han sido capaces de anular el dicho: "no se puede escoger no amar". Claro que mi duda siempre fue que: ¿para qué?.
He de reconocer que a veces sí conviene desoír esa llamada de la naturaleza hacia la atracción, sin embargo, también creo que las cosas hechas con pasión tienen sabor a vida aprovechada.
Imagino que es cuestión de tener cuidado y no fiarse ciegamente de los impulsos.
¡Qué estupendas reflexiones! ¡Y para cuántas charlas darían!
EliminarLas emociones mandan, sí. Y está muy bien que manden. Aunque yo entiendo la condición humana como una constante negociación interna entre lo que somos y lo que queremos ser...
Pero, de todo lo que has escrito, me quedo con la hermosa conclusión: "Las cosas hechas con pasión tienen sabor a vida aprovechada".
Yo me quedo con la "constante negociación interna". Fantástica conclusión.
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