Ir al contenido principal

¿Por qué (no) nos entendemos?

¿Cuáles son los factores que favorecen o dificultan la comunicación entre las personas? ¿Qué es lo que hace que dos personas se ensamblen de maravilla, compartiendo de forma casi inmediata un código y hasta puntos inauditos de complicidad? ¿Y qué hace, en cambio, que haya gente con la que no logramos entendernos, por mucho que pongamos buena voluntad y apertura de miras? 
 

Es obvio que el hecho de compartir referente cultural y social facilita de entrada la comunicación. Dos personas pertenecientes a un entorno similar tienen muchas cosas en común: valores, costumbres, expectativas, conceptos, incluso maneras de expresarse. Habitar una misma zona geográfica o pertenecer a una misma generación son rotundos factores de proximidad, que de hecho se incorporan como señas de identidad y, por ello, tienen un efecto cohesionador; el idioma, en particular, juega un papel decisivo en la probabilidad y la fluidez de una interacción. Hay otros aspectos que condicionan radicalmente la identidad y favorecen determinadas agrupaciones, que acercan entre ellos a sus integrantes y a la vez (por la dinámica habitual de los grupos humanos) los alejan de integrantes de otros grupos: la religión o la moda, por ejemplo. 

Esto resulta tan evidente, y forma una parte tan elemental de la vida de todos nosotros, que casi no hace falta mencionarlo. Más sutiles, y menos nítidas, resultan la proximidad o la distancia condicionadas por factores psicológicos, relacionados con la inteligencia o la personalidad. Cabe esperar que el parecido en determinados factores nos facilite el entendimiento; lo que no está tan claro es que nos resulte atractivo, cómodo o simplemente práctico: suele decirse que en la variedad está el gusto, y a la mayoría nos incomoda encontrar en el otro un mero reflejo de lo que nosotros somos; la relación social es un intercambio, y solo hay intercambio si cada parte tiene algo que aportar a la otra. 
Es lógico, por ejemplo, que dos personas con inteligencia similar se comprendan mejor que si hay mucha diferencia en su capacidad intelectiva: se especula que a partir de una diferencia de 20 puntos en el coeficiente intelectual aparecen significativas dificultades de entendimiento. Otras capacidades, en cambio, no afectan tanto a la comunicación y la proximidad, y de hecho la mayoría de las parejas y los grupos experimentan esas diferencias como factores de cohesión, factores que implican una cierta complementariedad que incrementa el interés y la eficacia del conjunto. Un equipo de buenos deportistas será excelente a la hora de participar en una competición, pero cuando a uno de ellos se le estropee el coche o se le atasque el desagüe le irá muy bien tener un amigo hábil con la mecánica o la fontanería. A un músico o a un soñador poeta les irá muy bien convivir con alguien que sabe cocinar o llevar bien las cuentas de la casa. Esta diversidad en las habilidades sirve de base a la teoría de las inteligencias múltiples. 

En un nivel aún más profundo, hay aspectos emocionales, caracterológicos o actitudinales que nos aproximan o desatan conflictos a través de dinámicas muy enrevesadas. Puede que el astuto desprecie al ingenuo, pero la relación con otras personas sagaces no le dará respiro. Dos individuos de sólidos principios éticos se entenderán bien solo si se trata de los mismos principios: de lo contrario, es probable que vean al otro como un fanático. En realidad, todos somos tan complejos, y tenemos tantas facetas, a menudo contradictorias y siempre cambiantes, que el hecho de entendernos entre nosotros, más que un enigma por descifrar, es una suerte que celebrar.

Comentarios

  1. Anónimo6/2/23 08:02

    Hola amigo, de nuevo he podido leerte y como siempre, se me dibuja una sonrisa mientras lo hago, porque resulta un verdadero placer. Es como escuchar al narrador de los magníficos documentales de la 2.
    En cuanto al tema, cuando he empezado a leer, me venía a la mente el ego. Ese gran desconocido que tantas trabas pone a la hora de comunicarse y de vivir en general.
    En mi opinión, creo que cuanto más se conoce uno a uno mismo, más posibilidades tiene de comprender a los demás, puesto que va tomando conciencia de sus propias debilidades y sus propios defectos y eso le acerca al mundo real. Eso nos llevaría a deducir que la humildad facilita la comunicación.
    Un buen ejemplo en sentido contrario lo tenemos con la clase política, que suelen sentarse alegando que van a conversar, pero en realidad su objetivo es imponer su criterio al oyente, que está ahí solo para escucharle, porque el pobre, y como suele decir el conferenciante Fidel Delgado: "¿cómo se va a apañar él solo? Menos mal que estoy yo aquí...".
    Además, tus preguntas ponen el dedo en una de las claves (la comunicación) que pueden mantener encendida, aunque sea un poquito, la llama de la esperanza, para que algún día mejoren las cosas en cuanto a la sociedad humana se refiere. Capacidades hay, falta poner más voluntad. Y parafraseando al gran Germán Areta: "Eso es ya otra historia".
    No hay nada que pueda con caer bien. Coincido en que despierta grandes enigmas.
    Felicidades por tus textos, son magníficos.

    ResponderEliminar
  2. Perdón, no había salido mi nombre

    ResponderEliminar
  3. Pensaba en el ego y ahora acabo de leer tu última Almenara....jajaja. Genial conexión

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Siempre es una fiesta tu paseo por aquí! Y no solo porque equivale a dar un paseo con un amigo, sino por la riqueza de tus puntos de vista y la gracia con que los expones.

      Cada día tengo más claro que la única satisfacción genuina de componer un texto es que abra una puerta al diálogo, al intercambio; como tú dices: a la comunicación. Incluso para quien, como Montaigne, "escribe para sí". La reflexión solitaria, más bien mustia, se llena de fulgores y matices en ese juego de espejos que es el debate amistoso.

      Esta meditación, que escribo para celebrar tu comentario, coincide felizmente con el tema del artículo: la dificultad para entenderse es intrínseca a la comunicación, o lo que es lo mismo, sin distancia no hay encuentro. A la pregunta "¿Por qué no nos entendemos?" tal vez haya que contestar: seguramente sí que nos entendemos, pero no como a nosotros nos gustaría. Ahí empieza el arte que apuntas: el que se nutre del conocimiento de uno mismo y de los demás para facilitar el acercamiento. Y de la humildad, y del afecto... Y, en fin, del misterio, como todo arte que se precie.

      Entretanto, nos une, por encima de los egos, el misterioso arte de la amistad. ¡Un abrazo!

      Eliminar
  4. Que así sea mi querido amigo.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...