“No es amarga la verdad ―canta Serrat―, lo que no tiene es remedio”. ¿Tenemos remedio nosotros? ¿Al menos en parte? ¿Y en qué parte? ¿Y cómo?
Yo creo que no tenemos mucho remedio, y esa sí es una amarga verdad. Se nos esculpió a fuego, y ya no hay vuelta atrás. De niño me traspasó la sospecha de no merecer que me quisieran; no esperarlo me hizo receloso. Y esa convicción, por irracional y desesperada que emergiera, es tan profunda, tan primitiva, que tras una vida de reflexiones, terapias, lecturas y experiencias, sigue rigiendo el meollo de mi personalidad. La voluntad no ha logrado curarme de mí mismo. Hasta el punto de desechar inconscientemente lo que contradice mi primitiva convicción, y colaborar con lo que la reafirma.
Para cuando nos descubrimos adultos, lo esencial ya está compuesto: difícilmente llegaremos a nadar lejos de esa patria. ¿Nos queda algo por hacer? “Suicídate”, me sugirió una amable muchacha a la que rondé ―por suerte poco tiempo, y con evidente masoquismo― de joven. Admito que es una opción, y siempre la mantuve cerca, como se deja un vaso de agua en la mesita de noche por si uno tiene sed. Pero no llegué a planteármela del todo en serio: me sabía demasiado cobarde, y en cualquier caso era mi manera triste de amar la vida. Hoy me alegro de haber llevado la contraria a mi cruel anfitriona. Me alegro de haber vivido y espero hacerlo aún por algún tiempo: aunque tarde, logré quitarme de encima las melancolías más enconadas; la esperanza se fue secando y quedó, cubriendo el horizonte, una alegría de estar por casa, tachonada de alguna que otra estrella. Nada para quejarme.
Hasta la amargura harta. Siempre nos queda aceptar y convivir con lo que somos, tener suficiente compasión y serenidad para dejarnos ser. Tal vez no se pueda cambiar el bastidor, pero siempre se puede probar otra manera de treparlo. Es la gran lección de los estoicos, que se propusieron entrenarse en la renuncia y resistir con lo puesto.
No nos faltarán aliados: el buen gusto, la sensatez y la filosofía ayudan. También nos queda el arte, como dijo Erasmo. Los pocos cariños que se puedan acaparar aún valen más, incluso si uno se mantiene prevenido y no acaba de entregarse del todo: puede que el amor no admita reticencias, pero a veces nos acepta si insistimos en ir más allá de ellas. Siento afecto por la mayoría de la gente que me rodea, aunque no los ponga en el altar de la devoción ni espere de ellos más de lo que me dan. Entretanto, prodigarles lo que buenamente puedo es un gozo aún mayor, que practico con una sonrisa. Y, en fin, tuve la suerte de descubrir el amor con mayúsculas gracias al milagro de mi hijo, de quien no necesito esperar nada para amar, pues ese amor culmina en sí mismo. Nada me ha dado más fuerzas ni me ha transformado tanto.
Algunos, quizá todos, siempre seremos cojos, o tuertos. Siempre arrastraremos las heridas tempranas, y otras que se sumarán por el camino. Pero también a los viejos piratas les faltaban piernas, ojos o brazos, y seguían abordando navíos y robando tesoros. Podríamos permitirnos ser un poco piratas de nuestra difícil singladura: los prefiero, como modelos, a los gurús de autoayuda, que mienten con sus promesas blandas y facilonas. Podríamos imitar a tantos maestros que aprendieron a vivir con sus cojeras, y que incluso las convirtieron en una obra de arte. Porque en eso debe consistir el arte de la vida: en hacer algo bello con los despojos que aún nos quedan.
No seremos corredores de los cien metros lisos, pero quién sabe, hubo una tortuga que venció a Aquiles.
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