Ir al contenido principal

Respeto y amor

El respeto es la clave de toda relación constructiva, empezando por la de cada cual consigo mismo. No hay dignidad sin respeto. Y si falta la dignidad, nada importante es genuino: la afabilidad es hueca, la lealtad insegura, y, en definitiva, el amor un espejismo. Imposible amar si no respetamos, imposible ser amado si uno no se respeta. Y a la inversa: siempre que hay respeto se puede contar con un cierto grado de amor. 


Marina define el respeto como “el sentimiento adecuado a lo valioso”. Démosle la vuelta: las cosas adquieren la categoría de valiosas porque las respetamos; el respeto crea lo valioso, como el amor, con el amor, y hay que insistir en la confluencia de ambos sentimientos. ¿Será, entonces, que el respeto emana del amor? Es probable, porque el amor es más primitivo. O bien se puede entender el respeto como un elemento del amor, su primera señal. En medio del tumulto de un mundo estridente y ajeno, algo se alza con una cualidad distinta y asombrosa, algo destaca con un fulgor que deslumbra el ánimo. Nos atrae, pero sobre todo nos sobrecoge, casi nos intimida; ¿nos atrae porque nos intimida? Inspira la reverencia de lo sagrado. 
¿Será, entonces, que el amor emana del respeto? “Es el tiempo que has perdido con tu rosa lo que la hace tan importante”, instruye el zorro al Principito. En La peste de Camus, el doctor Rieux lucha por salvar a sus conciudadanos de la enfermedad: arriesga su vida por unos extraños porque les respeta; ¿alguien negará que les ama? 

Del mismo modo, cada vez que tratamos sin respeto a alguien o algo les estamos manifestando nuestro desamor. Empezando por algo tan elemental como el entorno: tirar basura en la calle, o sea, faltarle al respeto a nuestra ciudad y nuestros paisanos, es la demostración de lo poco que los amamos; es, más bien, nuestra manera de no amarles. Nos trae sin cuidado el hecho de que sea un espacio compartido, donde se escenifica la trama de la dignidad o la miseria colectivas. Así, el incivismo es una forma de indignidad, luego de desafecto, luego de falta de respeto (el silogismo podría leerse en dirección contraria: sin respeto hay desafecto, sin afecto no hay dignidad). 
El menosprecio o la indiferencia hacia el espacio compartido se vuelcan también hacia uno mismo, pues ese es también el escenario de mi vida, lo nuestro es también mío, y si no lo siento así, si el entorno me resulta ajeno, es que he fracasado en la construcción de lo colectivo, es que estoy aislado, he naufragado en un aislamiento donde solo cabe el desamor y, por tanto, no hay lugar para el respeto. Yo he fracasado con lo colectivo, que no logro sentir como propio, y lo colectivo ha fracasado conmigo, al no darme un lugar digno y valioso, al no hacerme sentir integrado, o sea, amado: un drama demasiado habitual en nuestra sociedad, tan precaria en respeto, tan carente de amor. 
Estas carencias resultan más dramáticas en el territorio privado, el hogar en el que esperaríamos hallar abrigo y tantas veces campan la desolación y la disputa. En vano pretenderíamos armonías perfectas: también somos lucha y hastío, desencuentro y rabia. Pero, si no predomina el amor, el gregarismo se hace destructivo. ¿Para qué lo queremos? Si la familia no es el escenario de un respeto mutuo exquisito, ¡qué ruina, qué desolación de vida! En lo más próximo se fragua la pauta de todo: donde no se intercambia dignidad, se pierde la dignidad. De ahí no saldrán más que enfermos y desesperados. 

Respeto y amor: en cualquier caso, indisolubles. El uno por el otro, el uno en el otro, el uno desde el otro. No hay vida que valga la pena que no parta de ellos. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...