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Yo contra mí

Suele desdeñarse el suicidio como un acto de cobardía. Se considera al suicida alguien débil y pusilánime que escapa ante las dificultades universales; que pretende salirse por la tangente, en lugar de afrontar con redaños el precio de la vida. 

 
Me parece un juicio muy poco compasivo (¿quién conoce el punto a partir del cual el dolor resulta insoportable, o al menos intolerable?), un veredicto lleno de suficiencia fácil (habría que ver a cada uno en esas circunstancias, para tener derecho a juzgar lo que alguien hace frente a ellas) que encubre una profunda ignorancia (¿qué sabemos, en el fondo, de la tragedia que arrastra cada cual?). 

Creo que la realidad apunta a lo contrario: el suicidio puede ser un acto valiente, rigurosamente íntimo, que tal vez no merezca ser admirado, pero, sin duda, sí respetado. El problema ético que nos plantea no es tanto que sea o no un acto digno (nadie lo sabrá nunca a ciencia cierta, ni siquiera el suicida) como su carácter rudimentario. El suicidio, eficaz para su objetivo, también parece, a primera vista, primitivo, y desde luego poco elaborado. El suicidio es una interrupción abrupta, un sobresalto al borde del silencio, una conclusión definitiva de lo que tal vez aún merecía quedar abierto. Como método autodestructivo, su efectividad indiscutible conlleva su limitación: en él acaba todo, la agonía y la oportunidad. Su acierto, en caso de darse, resulta trivial. 
Si de supresión se trata, es mucho más creativo ir desguazándose poco a poco, pieza a pieza, como un trasto vuelto chatarra. Hay que trazar un meticuloso plan de desmantelamiento que comience por las piezas pequeñas y prescindibles, esas que duelen pero no matan: desairar un pequeño placer y ver cómo al mundo se le hiela la sonrisa; denegar una manifestación de amor y luego atormentarse pensando en lo que ha roto en la propia alma y, sobre todo, en la del otro; boicotear una ocasión para la ternura y asegurarse de que en su lugar algo en nosotros, o en los demás, segrega un poco de hiel; estropear el pequeño mecanismo que justo, después de minuciosos esfuerzos y noches en vela, estaba a punto de funcionar por primera vez en mucho tiempo; conspirar contra la sorpresa y el disfrute, en especial después de una larga etapa de amargura. Si se hace bien, y sobre todo si se hace sin razón, por pura crueldad, se conseguirá el punzante efecto de implantar sufrimientos arbitrarios, o al menos de alargarlos, que es el objetivo, más difícil de lo que parece, de todas las torturas. 

No, no queremos el dolor, pero tal vez lo cultivemos en alguna aviesa parte de nuestras sombras. El masoquismo no cura, pero arroja nubes fétidas en los insoportables días soleados. El masoquismo corroe, y eso ya aporta la satisfacción de haber logrado algo, de haber contribuido a la tarea devastadora del mundo, que es muy necesaria para poder tener algo que construir. El dolor es una prueba de que algo no ha sucedido en balde, que entre la vida y nosotros siguen pasando cosas, aunque se trate de reyertas: frente a la opción de la nada, un navajazo ya es algo. Mientras sufrimos, notamos que seguimos vivos y despiertos, que no hemos caído del todo en el adormecimiento de la felicidad. La felicidad, que no existe, está bien para adornar con ella el futuro (que tampoco existe), y entonces se llama esperanza, y es como una zanahoria que nos impulsa a salir en su persecución desde el presente. Pero, ¿qué sería del presente sin el dolor? 
Entonces, ¿habrá que darle la razón al suicidio? Si pretendemos completar la autodestrucción, sí. Pero la demolición, como el gozo, es algo que se prefiere inacabado.  

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