Más allá del bien y del mal ―sobre todo del mal―, habita esa cosa nefasta que es la perversidad. Si el mal es el fracaso de la ética, la perversidad ―que es la maldad de la maldad― representa el fracaso de lo humano: la contorsión de lo malo, su ensañamiento, su complacencia en la estructura rota.
La perversidad es lo malo que, al apropiarse cualidades de lo bueno ―el placer o la fuerza―, se convierte en infausto, multiplicándose por sí mismo hasta la desmesura. Porque incluso el mal tiene su código, podría decirse que tiene su ética: miramientos, escrúpulos, líneas rojas. Pero no en la perversidad, que es el mal desatado y campando a sus anchas, sin referentes, sin siquiera una excusa: puro deleite en su propia sustancia.
Un mal alambicado sobre sí mismo, degustador de la miseria, gourmet de la depravación. Un mal, podría decirse, desnortado, sumido en un narcisismo incapaz de elegir otra cosa que él. Es la complacencia en el dolor, que nunca debería quererse; son las razones puestas al servicio del delirio.
Hay gente perversa. Se distingue por la crueldad arbitraria, por la indiferencia con que pisotea al prójimo, por el tufo de los valores corrompidos. El perverso ha perdido la noción de dignidad, que tan a menudo nos contiene y funda los principios: ni de la propia ni de la ajena, y de ahí su carencia de límites. El malo ocasional ―ese que todos somos más de una vez― implosiona, llora mientras hace llorar, o después: el perverso no deja de reír ante el espectáculo del dolor ajeno, y aplaude entusiasmado, pidiendo más. Al perverso, el mal siempre le parece poco, y si acaba se impacienta, protesta, despotrica, y entonces procurará hallar el modo de exprimir el vaso para sacarle al menos otra gota ―gota de sangre que, cuando al fin se precipite, degustará con fruición―.
El malo suele cansarse de ser malo, o se asquea, o de repente le invade el miedo. El perverso se siente orgulloso, o al menos complacido. Por eso hay que temer más al perverso, que es y será un enemigo absoluto, que al malo, que somos todos. Por eso hay que rehuirle como a la peste y preparar contra él todas las defensas, que siempre serán pocas: su ataque no dará cuartel ni se detendrá ante nada. Contra el perverso no sirven ni los ruegos, que lo estimulan, ni las razones, que desprecia. Solo una fuerza mayor que la suya ―definitivamente una perversión más grande, aunque tal cosa nos degradaría a nosotros―: eso es lo único que entiende.
¿Cómo se llega a esa depravación? Algunos han sido hechos con predisposición a ella: son los psicópatas, que pueblan nuestras peores pesadillas, tan analizados y tan poco comprendidos. Otros llegan, supongo, al romper las amarras de su propio puerto: son seres perdidos de sí mismos, que no tienen adónde ir ni menos adónde regresar. La perversión, al fin y al cabo, es la normalidad trastocada, el criterio extraviado, la entrega al abismo. Puede que el dolor o la carencia nos conviertan en dragones cuando damos por imposible ser príncipes. ¿Existe camino de regreso? Tal vez a través de la derrota, porque la perversidad suele tener éxito y este siempre la refuerza. Pero el perverso suele llegar tan lejos que ya no puede detenerse: no puede más que huir hacia delante y morir de éxito. ¿Hay que compadecerle? Tras defenderse de él, en cualquier caso, pero mejor que no lo sepa: sacaría partido de nuestra misericordia como de cualquier otra debilidad.
El perverso es un enloquecido artista del mal. Triste suerte la de quien llame su atención o se cruce torpemente en su camino. Reservemos el temor y la rabia para el perverso: con el malo suele bastar la lástima.
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