Uno de los más pertinaces sueños de omnipotencia, enraizado en el solar de la infancia o tal vez en la entera condición humana, es la sensación de que en nosotros hay algo especial que nos hace únicos y diferentes del resto de los mortales; algo que, en cierto modo, nos hace inmortales: como suele decirse, solo se mueren los otros.
Puede que todas las fantasías de trascendencia —la vida eterna, la reencarnación…— sean una proyección de ese presagio desesperado de inmortalidad, un modo de darle forma y de conferirle la consistencia de una ley.
Nos concebimos distintos, misteriosamente especiales, con un destino que discurre al margen del destino común. Quizá porque así somos, en efecto, para nosotros mismos, vivimos inmersos en la subjetividad de nuestro yo. Nuestra mirada crea el mundo: por eso no logramos nunca aceptar del todo que el mundo pueda seguir existiendo sin ella. Pensamos en nosotros como una esencia inalcanzable, indestructible, inmutable, y de ahí debe proceder la antigua idea del alma. Ante el espectáculo de nuestros congéneres, nos decimos con toda naturalidad: “Eso no me pasará a mí”. Y tal afirmación, que escuchada en boca de otros nos resulta patéticamente ilusa, en nosotros se aparece plenamente creíble.
Tal es la potencia del egocentrismo y de la parcialidad. ¿Soportaríamos la vida si no nos pareciera que somos sus hijos predilectos, del mismo modo que para sobrellevar la infancia tuvimos que fraguar la convicción de que nuestros padres nos profesaban una devoción todopoderosa e inquebrantable?
Hay mucha fuerza en nuestros sueños elitistas, una fuerza quizá imprescindible para vivir; pero también hay mucha frustración. El principio de realidad es tozudo, como obstinada es la propia realidad, que se complace en corregirnos constantemente. Algo en nosotros sabe, o va descubriendo, que en lo fundamental no somos diferentes, que ningún dios nos reserva su predilección y no es cierto aquello de que “el universo conspira para hacer realidad nuestros deseos”.
He aquí ese doloroso aprendizaje que hemos de ir haciendo, a trancas y barrancas, a lo largo de nuestra vida. No hay para nosotros un destino especial aguardando entre las bambalinas de lo pedestre. Nos constituye la misma materia mortal y rosa, frágil y efímera, que integra todos los organismos en los que se ha diversificado ese extraño experimento de la vida. No somos los elegidos, ni lo son quienes nos eligen, ni nos espera una felicidad menos contradictoria y quebradiza que al resto de los humanos.
Nos gustaría pensar que somos mejores, pero en el fondo sabemos que ser buenos nos resulta tan difícil como a cualquiera. Acariciamos la fantasía de vivir sumidos en la masa como héroes atrapados que esperan una oportunidad para demostrar su valía, quizá que alguien especial descubra un día su condición de diamantes en bruto y los rescate.
No, no somos diamantes, como mucho y con suerte nos convertimos en diamantes cuando amamos y somos amados, y dentro del recinto ínfimo y vulnerable del amor. Solo entonces tendremos derecho a sentirnos especiales, y solo en la medida en que elegimos y se nos elige, más por afán que por mérito. El amor no emana de las virtudes, sino de la ocasión (que es azar) y del hambre (que es necesidad). Y siempre se gasta y se agota, o al menos se transforma: tampoco en eso, ay, seremos diferentes. ¿Qué nos queda, entonces? La humildad de reconocernos humanos, con todo lo que ello implica; la magnanimidad de intentar ser virtuosos; y la gratitud por cada regalo de la suerte. Todo eso sí que son excepciones.
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