Ir al contenido principal

Destinos cambiados

A veces nos sorprenden sucesos que se salen del guion acostumbrado, el libreto más o menos monótono de lo que cabe esperar, ese que a trancas y barrancas hemos ido escribiendo, mano a mano, con la vida. A veces se entrometen en la trama de nuestra biografía un genio pícaro o un duende taimado y lo ponen todo patas arriba, y nos pasan cosas que, así de entrada y sin previo aviso, se diría que no nos corresponden a nosotros, que han caído en un sitio que no es el suyo.


Nos chocan más, naturalmente, las buenas que las malas, porque las esperamos menos. Estamos predispuestos —no tanto preparados— para las molestias y los disgustos repentinos, pero cuando aparece una felicidad insólita no sabemos qué hacer con ella. La miramos con la sospecha del gato escaldado, damos vueltas a su alrededor, la atendemos con torpeza, y muchas veces la dejamos pasar con un cierto alivio. Nos resistimos a creerla, como haríamos con un espejismo, y parpadeamos varias veces para asegurarnos de que está ahí, que no es una ilusión. Hay pocas cosas que nos cuesten más que la contrariedad de nuestras expectativas. ¿Cuánto tiempo hacía que una mujer no nos sonreía con brillo de deseo en los ojos, que no venía a buscarnos a nuestro rincón de ermitaños y nos invitaba a bailar, y casi le podíamos oír la música en el gesto? Parecía una vida entera. 

Desconcertados, procuramos contener esa parte de nosotros que se lo apropiaría sin pestañear, que nos lloriquea y nos ruega que tomemos el trago que nos ofrece la vida, antes de que esta caiga en la cuenta de que se ha equivocado y nos quite la miel de la boca. Pero cuesta rechazar la esperanza, y el deseo quiere hacerse valer: cosas más raras se han visto. ¿Y si resulta que algo ha cambiado en los bastidores del destino? ¿Y si por una vez nos ha tocado la lotería cósmica y la suerte sí era para nosotros? ¿Y si un dios loco se ha puesto a lanzar fortunas a voleo, para quien las recoja, como los reyes antiguos echaban monedas a su paso en días de celebración? ¿Y si, como canta Sabina, “algunas veces, cuando menos te lo esperas, va el diablo y se pone de tu parte”? 
Pero algo lúcido en nosotros aún se resiste: suspicaces, consideramos en seguida que no puede ser, que tiene que tratarse de una confusión, que en seguida vendrán a arrebatarnos nuestro tesoro diciéndonos que era para otro. Mercurio, el mensajero, visita a veces al destinatario equivocado. Esa decepción da miedo, y es una buena razón para mantenerse cauto. Aunque, por otra parte, demasiada prudencia podría escatimarnos una suerte legítima, y hacernos despreciar la oportunidad de un disfrute. No siempre es fácil distinguir lo que nos corresponde y lo que no, y aun menos lo que es ocasional e impostor de lo que podría cambiar realmente nuestra vida. 

No, no es fácil, y hay muchas probabilidades de que, hagamos lo que hagamos, nos equivoquemos. Pero tal vez tengamos que revisar nuestras convicciones y, aun hallándonos ante un destino cambiado, abrir la ventana a los extravagantes cantos del guateque de Dionisos. No hace falta que las apariencias sean certeras, ni que nos acaricien los velos de una ninfa hechicera. Quizá se trate, más bien, de atender a los estremecimientos del deseo, sondear lo que germina en lo recóndito del alma. Quizá la oportunidad no consista en que alguien venga a querernos, sino encontrar despierta el hambre del querer. Quizá la invitación a bailar no signifique más que eso, la ocasión de una danza, y nos esté inquiriendo sobre nuestras ganas olvidadas de bailar. Tal vez no sea el destino lo que ha cambiado, sino nuestros sueños.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Menos lobos

Quizá resulte que, después de todo, Hobbes se pasó de desconfiado, y no somos, ni todos ni siempre, tan malas bestias como nos concibió en su pesadilla. Tampoco vamos a caer con Rousseau en la fantasía contraria, y soñarnos buenos por naturaleza, pero basta echar un vistazo a nuestros rebaños para comprobar lo dóciles y manejables que llegamos a ser mientras nos saben llevar. A veces nos sacamos los dientes unos a otros, pero rara vez llega la sangre al río, y aún más raramente conspiramos contra la imposición de la costumbre, por injusta que nos parezca. Es lo que sacaba de quicio a Nietzsche: predominamos los temerosos y los conformistas, y a menudo hasta proclamamos «¡Vivan las cadenas!», mientras, agradecidos, apuramos nuestro plato de sopa. ¿No exageraba el inglés al dictar que se nos amarre con rigor para evitar que nos desgarremos mutuamente?  Marx ya apuntó que la lucha más enconada no es entre individuos, sino entre clases sociales, y tal vez aún más en el pulso de los po...

Niveles de interacción

Las relaciones humanas se desempeñan en diversos niveles de proximidad. Entre la compra en una tienda desconocida y una conversación íntima de amigos media todo un abanico de transacciones que varían en intensidad y sentido, y que cuentan con su propio código y su protocolo característico. Aquí proponemos cuatro niveles básicos de interacción, de menor a mayor compromiso, y que por simplificar identificamos como usufructo, gentileza, afabilidad y afecto. En el usufructo solo hay interés e instrumento. Muchas de nuestras interacciones cotidianas son con extraños. Encuentros accidentales regulados por un código superficial, en los que el individuo carece de significado personal y queda estrictamente reducido al rol (y al guion) que le corresponde en la transacción concreta. En esas interacciones ocasionales, breves y esquemáticas, el valor atribuido al sujeto es puramente instrumental: cada cual actúa exclusivamente en función de su interés concreto (¿qué necesito de ti?) y trata al otr...

Releyendo a Montaigne

A Montaigne, como a un viejo tío sabio, hay que volver a visitarlo de vez en cuando. Siempre es un gusto y uno nunca se va de vacío. El perspicaz francés, acomodado frente al hogar en su torre y con una copa de Burdeos en la mano, nos escucha tocar a la puerta y sonríe: sabe que el mundo gira sin detenerse, y que todo regresa. Montaigne convirtió su propia vida en objeto de filosofía. Desde que lo leí por primera vez, descubriendo en él a un padre y maestro mágico, me propuse seguir sus pasos en cada reflexión. La única filosofía que le urge al ser humano es la que lo enfrenta a su propia vida; la que le aporta elementos para conocerse a sí mismo y para saber cómo vivir mejor.  No se trata de mero narcisismo: lo propio sirve solo como punto de partida. Todo lo que somos incluye a los demás, y todos nos parecemos. Empiezo por mí porque soy lo que me queda más cerca, y eso multiplica la motivación y la información; como contrapartida, me resta perspectiva. Si hay que ser cauto en lo...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...