Sostenemos muchas ideas sobre quiénes somos, pero casi todas aluden a un ser único, diferenciado, independiente del mundo que le rodea. El Yo es un constelación de convicciones e incertidumbres que confluyen en un centro común, tal vez recóndito, pero con un cuerpo envuelto en piel y una mente envuelta por el cuerpo.
Ese carácter compacto, opuesto a la multiplicidad de las cosas, parece consagrar una segregación entre ambos mundos, lo propio y todo lo demás (lo ajeno). Se supone que yo sigo siendo yo, sea cual sea el contexto, y que este solo afecta a lo accesorio, mientras que lo esencial, ese núcleo que siempre se repite, permanece incólume.
Culturalmente, tal vez incluso desde los genes, tendemos a concebirnos ―y sentirnos― primordialmente como individuos aislados: es lo que Gordon Wheeler llama el paradigma individualista. Admitimos que somos seres sociales, pero consideramos nuestra naturaleza social como algo accesorio a lo individual, una especie de necesidad añadida con la que tenemos que contar, y que suele ser fuente más de inconvenientes que de satisfacciones. Sartre lo expresó con peculiar precisión: «El infierno son los otros». El otro irrumpe en nuestro horizonte portando la amenaza del posible enemigo o el desafío del colaborador que hay que ganar porque resulta imprescindible; habrá, pues, que tantear, negociar, seducir y ceder, suplicar y retar, luchar y pacificar… El Yo se agita en una sopa de exterioridad que se le opone y, solo a veces, lo secunda, pero que en cualquier caso no siente parte de él: constituye el territorio de lo extraño, que no hace más que enfatizar, por contraste, la singularidad de lo propio.
Sartre, pues, tiene su razón: los otros son un infierno que hay que conquistar y del que hay que prevenirse, simplemente porque son otros, y si son otros no son nosotros, ni tienen exactamente nuestras percepciones ni nuestros intereses. Resulta inevitable, por consiguiente, que encontrarse con ellos consista, ante todo, en colisionar con ellos; y que permanecer a su lado nos obligue a un pulso permanente en el que, tal vez, nos dejemos lo mejor de nosotros.
Sí, la unicidad del Yo es verdad, pero solo parte de la verdad. O solo una manera de contemplar la verdad, la que mira y actúa desde el individualismo. Hay otra perspectiva alternativa: partir del principio de que, más que constituir individuos en un conjunto, el conjunto precede al individuo, y da cuenta de él. No es que seamos individuos que cuentan con una vertiente social: es que somos un ente social existente en tanto, y solo en tanto, forma parte integrante del conjunto. Nuestra identidad no acaba en nuestra piel, se extiende en todas direcciones y hunde sus raíces en lo colectivo. Vistos así, lo que llamamos los demás forma parte inextricable de eso en el fondo tan tenue, tan frágil, que llamamos Yo. Este cambio de punto de vista tiene muchas más implicaciones de las que parece.
Si somos entre-los-otros, hay que contar con los otros en todo lo importante. Ellos son nuestro punto de partida y nuestra meta; también el medio en el que nos desenvolveremos a cada paso. Si somos multitud, habrá que incluirla en nuestras expectativas y en nuestros planes. Si somos redes, lo apremiante no es poner orden en nuestro pensamiento, sino en nuestras relaciones. Porque todo lo que nos importa —la salud, la felicidad, las ilusiones, los proyectos…— sucede en primera instancia ahí fuera, siempre entre muchos. Así que los demás son el problema, pero también la oportunidad; y el Yo puede parecer muy real, y sin embargo, como predicaba Buda, no resultar más que un arduo espejismo. El que ama lo sabe.
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