Esa intimidante divisa la cantaban festivamente Los Sírex, un grupo rock inolvidable de mi primera infancia, y a mí por entonces me parecía una crueldad tocante a un infortunio del que uno no tiene la culpa.
No captaba la ironía: “Yo, yo, yo soy muy feo…”, deploraba el cantante, harto de que la fealdad “le quitara las chicas”: ahora entiendo que, en realidad, estaba mandando a hacer gárgaras ese despotismo de la belleza que lo condenaba al melancólico cubata en la barra mientras otros acaparaban las muchachas. Amargo ostracismo que tuve oportunidad de conocer bien en mis noches de discoteca y festejo, qué le vamos a hacer, y al que nunca supe poner ese sentido del humor de que hace gala la canción.
Hay quien se sobrepone a la fealdad, quien la lleva con desparpajo y hasta con gracia. El feo tiene el recurso de ser, al menos, simpático y gracioso, o enigmático e interesante. Por ahí cuenta con una oportunidad, afinando en secreto su propio arte para la conquista. He conocido a verdaderos maestros en sacar partido de lo que uno no tiene. En lugar de quedarse viendo los toros desde la barrera, lamiéndose las heridas y odiando al donjuán de la fiesta, esos feos egregios se armaban de valor, cargaban deportivamente con su fealdad como el Quijote con la armadura, y salían a la arena dispuestos a hacer valer su donaire con un puntito de insolencia. Y triunfaban, los muy sinvergüenzas.
Siempre admiré a estos batidores infatigables, que, milagrosamente, lograban abrirse paso a fuerza de gracia o elegancia, cualidades que yo, inseguro y reticente, tampoco poseía. Mala cosa para un feo no ser al menos simpático: a las damas les encanta la risa y el halago, y sobre todo tener la sensación de que el caballero no les tiene miedo, que las ronda con gallardía pero a la vez sin premura, como si hubiese hecho un alto descuidado en la ruta del triunfo. Cada día estoy más convencido de que las cosas me hubiesen ido mucho mejor en la vida encarándola con un pathos menos lastimoso, aprendiendo a reírme de mí mismo y a gozar de lo que salga, en vez de regodearme en mi inventario de malaventuras. La vida, y sobre todo allí donde nos cruzamos con los otros, se parece más a un circo que a una solemne tragedia griega.
La belleza física es un poder universal, y todo poder implica ventajas, pero también tiene un precio. Los feos y las feas son más libres que las beldades rutilantes. El poderoso tiene que mantenerse firme en su pedestal, obligado a destacar, soportando los embates de los competidores, el asedio de los pretendientes y el despecho de los envidiosos. El poder da mucho trabajo, y condena a un cierto aislamiento. Los que no lo tienen, en cambio, pueden ir de acá para allá sin que importe demasiado lo que hagan, saboreando los pequeños triunfos y despreciando los ordinarios fracasos. Nadie, si pudiera elegir, preferiría la fealdad, pero como eso viene de serie hay que manejar hábilmente las prestaciones que se le han concedido a uno: con un poco de buena voluntad, se puede disfrutar.
El atracón de hormonas de la juventud confiere a los sucesos un insalubre aire trágico. Con el tiempo, uno se va tomando la vida sin tanta gravedad, o al menos aprende a distinguir entre lo que merece el desasosiego y lo que no. En la madurez, los feos ganan en cotización y sobre todo en serenidad, y llega un punto en que la fealdad pierde dramatismo (a no ser que uno se encapriche en jugar a ser adolescente). Los años nos reconcilian con el espejo y ya no despotricamos con que se mueran los feos. Preferimos vivir y dejar vivir, fealdad incluida, y de aquí a cien años todos calvos.
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