La razón es una buena herramienta: que no nos falte. Sin embargo, reconozcamos que ayuda más bien poco en las grandes cuestiones de la vida. Los psicólogos lo han comprobado: la emoción manda, y luego viene la razón para infundir sentido y coherencia a decisiones que hemos tomado desde las honduras misteriosas del corazón, sin saber muy bien cómo ni por qué.
Sartre acertó condenándonos a la libertad, puesto que siempre hay que elegir, pero no aclaró quién ni cómo es el que decide. ¿Quién elige cuando elijo? Decir “yo” es una simplificación: somos multitud. La voluntad, que se yergue tan arrogante, emana en realidad de un sinfín de voluntades más poderosas: las emociones, los genes, los hábitos, los roles sociales… La voluntad aprieta las manos en el timón y se siente señora del destino, sin reparar en que hay manos más fuertes empujando las suyas.
Pensar nos ayuda a hacernos cargo de nuestras decisiones, pero la decisión la tomó un hambre loca, una tarde triste o el miedo a que no nos quieran. Decidieron nuestra timidez, nuestra cobardía o nuestro entusiasmo. Por eso, elegir no es tan difícil, lo hacemos casi sin querer: lo difícil es qué hacemos a continuación con eso que algún “nosotros” ha escogido. Sartre da en el clavo de nuevo: “El hombre es lo que hace con lo que otros hicieron de él”.
Hay muchas historias que nos retratan ese drama de la voluntad llegando tarde a lo que algo profundo y misterioso escogió por ella. Los antiguos concebían espíritus, o dioses, y hacían bien en ungirlos de magia y de poder. De hecho, si bien miramos, los héroes deciden poco en sus aventuras, más bien se dedican a bregar como pueden con las pruebas que los dioses o el destino han decidido imponerles. Ulises solo quería regresar a su casa y descansar después de una larga guerra, pero los mares y los enemigos lo demoraron por costas extrañas. Heracles tuvo que sobrellevar los castigos que le imponía su madrastra Hera para vengar los deslices de su padre Zeus; enloquecido por ello, cometió crímenes horrendos, y eso le obligó a pagar cumpliendo los doce esforzados trabajos por los que es famoso, uno de los cuales consistió en limpiar toneladas de estiércol de unos establos…
Estos mitos, y muchos otros, nos hacen meditar seriamente sobre la condición humana, y en qué consiste nuestra verdadera tarea: salir, con todo el bien posible, de los atolladeros en los que nos metemos en un instante de arrebato. Ahí está, por ejemplo, el protagonista de la película Locke, que tiene que afrontar las consecuencias de una noche de aventura y se ve sumido en un dilema moral que acaba con su matrimonio.
A posteriori podríamos opinar que su error fue no habérselo pensado bien en aquella noche loca, pero, ¿acaso no lo hacemos casi todo sin pensar lo suficiente? ¿Haríamos algo en la vida, si nos detuviéramos a analizar cuidadosamente las posibles consecuencias? La voluntad, y su instrumento la razón, a veces parecen terriblemente limitadas. ¿El sueño de la razón produce monstruos, o más bien los monstruos, o los ángeles, van con nosotros, y la razón hace lo que buenamente puede con lo que ellos le dejan por el camino?
Eso, por supuesto, no nos vale de excusa: como Locke, como Hércules, tenemos atravesar nuestros berenjenales, porque nos pertenecen aunque no sepamos muy bien cómo nos metimos en ellos. Sartre nos recordaría que en eso consiste la libertad: en elegir, pero sobre todo en atenerse a las consecuencias. Y atenerse a las consecuencias es decidir de nuevo, una y otra vez. Esa es, en efecto, la condición humana.
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