Desde el punto de vista del necesitado, la beneficencia es un plato de sopa; para la sociedad, es un modo de que alguien les dé sopa a los necesitados que genera, y que va dejando tirados por los arcenes de su progreso. No se trata de una observación meramente cínica: la beneficencia es, sin duda, un alivio para el pobre, pero seguramente un alivio mayor para el que lo empobrece. Sin resolver el problema, se lo hace más llevadero tanto a la víctima como al causante.
Dicho así, parecería que todos ganan. Y ese es el argumento de los defensores de la beneficencia: al menos se salvó alguien, al menos se salvó en algo. Sin embargo, hay que tener cuidado con los discursos de mínimos: a menudo solo pretenden adiestrarnos en la resignación. Lo explota y le paga poco, pero al menos le da trabajo; no le ayuda a salir de la miseria, pero al menos le da de comer. Con esas artimañas, el capitalismo neoliberal sigue ahondando la brecha, mientras los pobres son más pobres, relegados a la dependencia y la limosna.
El hecho de que una actividad sea benéfica no la eleva sobre su mera condición de paliativo; tampoco disculpa el hecho de que su bondad esté encubriendo algo que hay que rechazar. Un plato de sopa por caridad es mejor que pasar hambre, pero sería preferible que el que lo recibe no necesitara caridad. Sobre todo si esta, como sucede tan a menudo, es interesada.
La beneficencia proyecta otras sombras. La mayoría de los voluntarios actúan de buena fe, y hay que aplaudir su labor. Pero eso no quita que la caridad se haya convertido en un negocio. Genera su propia masa de capital, y una burocracia que lo administra ―con su correspondiente cuerpo de parásitos y corruptos―; invierte, especula, negocia y aporta ganancias. Las ONG son verdaderas multinacionales, y no es extraño que las grandes corporaciones ―las mismas que esquilman y empobrecen― hayan olido ese mercado subsecuente y se interesen por ellas, procurando sacar tajada. Sin mencionar cómo las usan de instrumento de propaganda: no hay gran empresa que no apadrine alguna causa en el Tercer Mundo.
En cuanto a los colaboradores, decíamos que, al margen de la mayor o menor eficacia de su tarea, hay que reconocer que muchos de ellos se esfuerzan sinceramente por aliviar el sufrimiento de los demás. Sin embargo, los hay que no trabajan desinteresadamente (nada es nunca del todo desinteresado, pero ya nos entendemos). Algunos buscan ante todo entretenerse, y las ONG les sirven de parque temático o turismo de aventura. Uno se debe sentir muy importante ayudando al necesitado en vacaciones, aprovechando para viajar y hacer amigos (cosas estupendas, pero no a costa de la necesidad de la gente), mientras el resto del año estudia Económicas y va a la universidad en el cochazo que le regaló papá. Para otros, la beneficencia se ha convertido en una forma de ganarse la vida, y a veces bastante bien. No me invento nada de todo esto, Gustau Nerin lo documenta de sobras en su estremecedor libro Blanco bueno busca negro pobre.
Nunca me ha gustado la beneficencia. Me parece hipócrita y paternalista. “Pues hacemos más que tú, que te quedas gruñendo en tu sillón”, podrían recriminarme a su favor; y tendrían razón, pero su juicio solo me condena a mí, no les justifica a ellos. Hay veces en que algo es menos que nada, sencillamente porque no va al meollo del problema, y por eso lo ahonda en lugar de resolverlo. ¿Quieres ayudar? Únete a los que luchan contra aquellos que esquilman, apoya a los que se liberan por sí mismos. Eso es partir de la dignidad, eso es dedicar los esfuerzos a cambiar las cosas y no a ponerles parches.
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