Los estoicos recomendaban pensar de vez en cuando en la muerte. ¿Cómo no hacerlo? Por más que miremos a otro lado, de golpe irrumpe brutalmente para llevarse a alguien cercano, y al pasar nos recuerda que también por nosotros doblarán las campanas, tras unas cuantas vueltas del reloj.
Sin embargo, ¿de veras ayuda el dedicarle nuestras meditaciones, o sería mejor ignorarla mientras nos ignore, procurando que no amargue nuestro escaso tiempo? Tal vez reflexionar sobre la muerte no nos ayude a morir mejor, pero podría servir para familiarizarnos con ella, para mirarle a la cara al miedo, y, con suerte, como quería Montaigne, para tomarla con más calma y asumir serenamente su certeza.
Hay quien lo considera una futilidad, pero, como consolación ante la muerte, sobre todo la propia, no conozco argumento más apaciguador ni sutil que el de Epicuro: “La muerte no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existimos”. Se objetará que esto no es más que un juego de palabras, y que, precisamente, es esa ausencia absoluta que la muerte nos impone la que la hace terrible. Pero sin duda Epicuro iba más allá de esa obviedad, y nos invitaba, como el budismo, a contemplar la muerte con otros ojos, a superar ese apego tremendista con que nos aferramos a una supuesta identidad, y a abandonarla con la misma naturalidad con la que la asumimos cuando nos fue dada. Morir, al fin y al cabo, es volver a esa nada serena y limpia en la que estuvimos antes de nacer. ¿Por qué habría de ser terrible regresar para siempre adonde estuvimos siempre? Existir fue la excepción. Como decía Schopenhauer: “La muerte es el dormir en que se olvida la individualidad; todo lo demás vuelve a despertar, o, más bien, ha permanecido despierto”.
A veces, cuando pienso en la muerte, me entristece rumiar cuántas maravillas y novedades del futuro me perderé. No veré los asombrosos adelantos técnicos de los próximos siglos, no conoceré a mis bisnietos ni tendré la experiencia de viajar a Marte o de conocer una humanidad feliz y libre de clases (aunque, tal como va el mundo, el futuro no parece un territorio muy esperanzador, pero a quién no le gustaría, al menos, saber en qué acaba todo esto). En fin, el porvenir es largo, como decía Althusser, y la vida le queda dolorosamente corta.
Sin embargo, la reflexión de Epicuro me recuerda que, de hecho, ya me perdí todo lo que sucedió antes: qué fabuloso (y tremendo) hubiera sido visitar la Tierra primigenia, ver los dinosaurios, conocer personalmente a Buda o a Cervantes, navegar en una carabela o pisar por primera vez una isla… Y, ya puestos, pienso en tantos detalles y destinos que están sucediendo justamente ahora y a los que tampoco tengo acceso, amores y aventuras, descubrimientos y gozos, y todo eso también me está vedado, también me lo estoy perdiendo…
¿Conclusión? Tengo esto: lo que soy, lo que veo, lo que siento, lo que vivo. Y lo tengo ahora: ni ayer ni mañana. Así que mi vida es este instante, porque estoy en él, porque lo habito. Mientras existo, soy presencia; cuando no esté presente, ya no habrá un yo que se esté perdiendo nada. “Una vez que la muerte haya puesto fin al sueño actual de nuestra vida, comenzará en seguida un sueño nuevo que nada sabrá ni de aquella vida ni de aquella muerte”, decía Schopenhauer. Y Montaigne escribió: “Consuélome fácilmente de lo que aquí acontecerá cuando yo ya no esté; las cosas presentes me atarean bastante”. No se pierde lo que no se tiene: la muerte solo es triste para los que se quedan.
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