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El color de la zapatilla

Ya hace tiempo que corre por las redes la foto de una zapatilla (sí, una zapatilla) muy especial. Resulta que algunos la ven gris y otros la ven rosada. Y aun hay quien, como yo, la ve a veces de un color y otras veces del otro.
La impresión es casi mágica: confieso que yo en el primer cambio de color me asusté. Luego investigué un poco y me enteré de que se trata de una jugarreta como tantas otras del cerebro. Ante una información muy ambigua (la zapatilla es rosada, pero por lo visto la han fotografiado bajo luz azul), nuestras neuronas optan por una interpretación y se aferran a ella. Cosa que es de agradecer: imaginaos la oscilación continua entre un color y otro. Podemos “caminar con una duda”, como cantaba Krahe, pero no por un camino que cambia de dirección a cada momento. 
Me acordé entonces de lo que había estudiado en Psicología sobre las ilusiones ópticas, sobre todo en las investigaciones de la Gestalt: figura y fondo, caras o copas… Tendencia a percibir la figura más simple, o más “armónica” (ese poético principio de la buena forma); a “completar” las figuras fragmentarias; a agrupar lo que nos parece semejante. Y su conclusión, tan filosófica: el todo es más que la suma de las partes. O sea, que construimos conjuntos, sistemas que dotan de un sentido complejo a la simpleza de cada elemento. 

La psicología de la percepción ha ido confirmando que no captamos el mundo como es, ni falta que nos hace; lo percibimos como lo construye nuestra mente, que suele trabajar en beneficio de nuestros intereses (llámense, en su versión más elemental, supervivencia), para que podamos sacar de él lo que, supuestamente, más nos conviene. De ahí que, por ejemplo, la vista del depredador sea estereoscópica, dispuesta para trazar distancias precisas, mientras que la de la presa prioriza ampliar al máximo el campo de percepción. Ahí fuera no hay colores, sino radiaciones electromagnéticas que el cerebro se explica a sí mismo en forma de color. De estos fenómenos se pueden sacar consecuencias muy interesantes, y eso es justamente lo que empezó a hacer la psicología de la Gestalt, aunque se ha quedado a medias. 
¿Cuántas de nuestras convicciones no serán meros artificios de la mente, como ya nos avisaba Buda hace dos milenios y pico? ¿En cuántas ocasiones no nos estaremos engañando sobre los demás para no tener que asumir su complejidad, y sobre nosotros para no admitir nuestra simpleza? Tal vez la tarea más ardua del conocimiento sea cuestionar nuestras creencias y nuestros prejuicios, y enfrentarlos a nuevas perspectivas que nos permitan descubrir otros mundos, otras gentes, otras versiones de nosotros mismos. Para ello tenemos que sobreponernos a lo complaciente, lo interesado o simplemente lo fácil. Tenemos que insistir en la complejidad, aun a costa de poner en peligro los toscos principios en los que tan a salvo nos sentimos. 

La filosofía nos apoya en esa tarea porque siempre se le ocurre una pregunta sorprendente, o al menos novedosa, o al menos inquietante. ¿Vivir inquietos, entonces, en lugar de tranquilos, sumidos en esa apacible somnolencia de lo sabido y lo aceptado? ¿Por qué complicarse la vida? ¿Por qué buscarle el gris a la zapatilla rosa? Porque nos cautiva la verdad, porque lo realmente humano es eso: no darse nunca por satisfecho, volver a preguntar, concebir lo inesperado. No hay por qué hacerlo siempre ni con todo: también necesitamos descansar y sentir que pisamos tierra firme. Pero de vez en cuando irrumpe lo asombroso: recibámoslo con entusiasmo. 

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