“La veteranía es un grado”, afirma el refrán. Y con mucha razón: nada enseña más que el tiempo y la experiencia, nada forma con mayor esmero que la vivencia y el ejercicio. Ese rodaje, patrimonio del experto, le falta al principiante, quien, por mucho que prevea desde la teoría, no se ha enfrentado a los verdaderos desafíos que trae la práctica día a día, esa complejidad de circunstancias ante las que hay que luchar e inventar.
Sin embargo, el mundo líquido le ha robado a la veteranía buena parte del valor y casi todo el prestigio: en un contexto donde los cambios se aceleran exponencialmente, donde los principios son hojarasca que los vientos de la moda y el interés arrastran de acá para allá, donde las máquinas se parecen cada vez más a las personas y viceversa, la experiencia no solo cuenta cada vez menos, sino que incluso es considerada como una cualidad retrógrada y contraproducente, un lastre del que hay que deshacerse si uno pretende subirse al expreso enloquecido de los tiempos.
No es de extrañar que se deconstruya incluso la única veteranía que parece tratarse todavía con algo de respeto: la de la vida misma. Algunos aún creemos, como el viejo Montaigne, que se puede aprender a vivir mejor, y que, por mucho que nos guíen los especialistas, lo principal del trabajo tiene que hacerlo uno mismo. Pulir nuestra pericia con esfuerzo, con atención, con esa diligencia que de pequeños nos inculcaban en la escuela, con el ejemplo de otros y la implicación propia, con las lecciones eternas de los sabios. Aún lo creemos o queremos creerlo, y por eso insistimos en observar, en leer, en reflexionar, en escribir… Procuramos seguir el ejemplo de los antiguos filósofos, e involucrar la filosofía (entendida como conocimiento sutil y sosegado, y como actitud prudente, cuidadosa, perseverante) en nuestra vida, hoy que se la usa como un pro-ducto de consumo más, exprimiéndola en la medida en que es útil y tirándola a la basura en cuanto no lo parece.
Claro que ser veterano no conlleva necesariamente ser experto. Uno puede pasarse la vida en tareas mecánicas, siguiendo patrones que se le imponen, o simplemente repitiendo una fórmula que más o menos funciona sin cuestionarla ni pretender perfeccionarla. Convertir la experiencia en maestría requiere interés y pasión, compromiso y creatividad; reclama no conformarse nunca, interrogar lo bueno en aras de lo mejor. El arte de vivir no es una excepción. Hay quien se pasa la vida repitiendo las mismas fórmulas o cometiendo los mismos errores, y no solo por torpeza —que también tiene su papel, qué le vamos a hacer, no todos somos igual de brillantes—, sino más bien, seguramente, por conformismo o mera indiferencia.
“Solo sé que no sé nada”, nos invitaba a sostener alguien tan sabio como Sócrates. No se refería únicamente a lo mucho que ignoramos, sino principalmente a que no hay que dar nunca nada por sentado, que la verdad es algo siempre inacabado y parcial que tenemos que ir completando con paciencia y perseverancia de alquimistas. Hay que poner a prueba una y otra vez nuestras conclusiones, sometiéndolas a tanto mayor exigencia cuanto más convencidos estemos de ellas. Y es que la vida siempre nos sorprende, es demasiado grande para abarcarla con nuestros limitados esquemas mentales. Tenemos que llevarnos la contraria a nosotros mismos, probar siempre hipótesis alternativas y, cuando funcionan mejor que las que hemos dado por válidas, desechar estas sin pena. Eso es el conocimiento, eso es la filosofía: mantenerse fiel a la verdad, por encima de nuestro interés o nuestra comodidad. La veteranía es un grado, pero también hay grados de veteranía.
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