¿Estamos juntos por interés, o el interés consiste precisamente en estar juntos? Una conversación, trate de la socorrida meteorología o de lo que pasó en el trabajo; la acalorada discusión de bar sobre política o la reunión para diseñar una campaña publicitaria, todas ellas cumplen el cometido de retener al otro y de construir con él cierta complicidad.
Mientras esperamos en la cola del supermercado, estamos compartiendo espacio y tiempo con desconocidos que, por un instante, integran junto a nosotros un pequeño sistema social. Muchas historias han fantaseado con la irrupción súbita de un elemento inesperado —un peligro, un compromiso, un obligado aislamiento— que empuja de repente a interactuar entre extraños, por el mero hecho de hallarse juntos: surgen entonces simpatías o antipatías, nacen complicidades inesperadas o bruscas aversiones, y todo eso estaba ahí, en potencia, en el previo anonimato.
“El infierno son los otros”, aseveraba Sartre, y siempre he pensado que tenía razón, pero se le olvidó añadir que también el cielo: los otros lo son todo. Somos seres gregarios e irremediablemente hipersociales. Los espectadores que se embuten en las gradas de un estadio no se conocerán nunca, pero encuentran una misteriosa satisfacción en estar ahí, apretados unos contra otros, emocionándose ante un mero símbolo y abucheando juntos al contrario. Escena inquietantemente primitiva, que nos remite a las hordas de nuestros antepasados, de los que nos queda más de lo que nos gustaría admitir.
Vivimos en colmenas hinchadas hasta la monstruosidad, inmersos en masas de gente que nos abruma y nos molesta, pero a la vez nos reconforta. Nos entretiene el espectáculo variopinto de calles y plazas. Los ruidos de los vecinos son un fastidio, pero alivian la devastación de las tardes de domingo. Consumimos los frutos del trabajo de otros y dedicamos nuestro trabajo a otros.
Necesitamos buscar, sentir, cultivar, disfrutar y aborrecer la presencia de la gente. Nos inquieta y pone en guardia, por lo menos, tanto como nos atrae y nos tranquiliza: sabemos que en todo prójimo alienta el amigo que necesitamos y el enemigo que tememos; ni de uno ni de otro podemos prescindir, ambos nos llenan la vida, nos definen y nos entretienen. Las conversaciones, en su mayor parte, son meras oportunidades para acompañarnos, y esa coexistencia, a menudo, es un goce en sí misma. El amor es la culminación del puro estar juntos, es un coexistir que se vuelca en la entrega y el disfrute por la simple presencia del otro, al que se ha convertido en una parte de nuestra intimidad. El odio no es menos íntimo.
La soledad misma está urdida con espesas fibras de evocaciones y afectos, y teñida por significados que hemos construido, o heredado, inmersos en nuestro entorno social. Rara es la soledad que no se complace en evocar gratos recuerdos de vivencias junto a seres queridos, o que no se atormenta con la rabia, el rencor o el temor a lo que los demás nos hayan hecho o puedan hacernos. Hasta los sueños consisten en escenas de intercambio con otros.
Así que no debe extrañarnos que nuestra vida, que atribuimos a ese individuo que supuestamente somos, constituya en realidad un fenómeno colectivo, un desfile de personajes que entran y salen, como en las obras de teatro. Dicho a la manera clásica: somos multitud. Un gentío en el que permanecemos inmersos, al cual se superpone otro de tipo simbólico que no cesa de bullir en nuestra identidad multitudinaria. Cada vez que digo “yo”, estoy refiriéndome a una corriente de experiencia formada por un imparable trasiego de gentes.
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