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Dueño del equilibrio

Para vislumbrar lo nuevo hace falta fuerza. Lo viejo es fácil: se impone por mera inercia. Frente a ello, lo nuevo suena siempre a locura o necedad. Es temerario e inquietante. Por eso requiere valor, pero sobre todo ambición, un anhelo deliberado, un cierto hálito heroico y conquistador, dispuesto a correr el riesgo de perder, ser aplastado por la facticidad en el intento.


Ya presentía Gil de Biedma que la verdad reside en los días laborables, y que ninguna novedad tiene valor si no puede conducir, desde las altas esferas del ensueño, al barro firme del suelo que pisamos. Soñar es simple: solo nos necesita a nosotros, a nuestra personal nube de deseos y nostalgias. Un lugar tan magnífico, tan impecable, que hay quien se queda allí, atrapado, como Holderlin o Nietzsche, donde se nos legan espléndidas visiones de la maravilla, pero alejándose tanto de la tierra que acaban por disgregarse entre las nubes. Hubiera sido preferible que se quedaran con nosotros, enseñándonos a impregnar de magia las pedregosas jornadas cotidianas. 

No: hay que regresar y, aunque resulte tan cansado, a menudo tan descorazonador, ceñirse la abollada armadura, enarbolar la astillada adarga y cabalgar por los caminos polvorientos con Don Quijote, desafiando a lo establecido, plantando cara a la renuencia de la gente, de las costumbres, de los intereses, de la mezquindad, de todo lo que el ser humano maneja para que su vida resulte más cómoda y segura. La cotidianidad está hecha para que uno pueda acomodarse en ella toda la vida, sin mayores sobresaltos, sobrellevando el sudor familiar y evitando hacer preguntas. No será fácil que sus habitantes admitan que le opongamos nuestras objeciones, y habrá muchos que la defenderán con uñas y dientes de nuestras extravagantes propuestas. Pero, ¿hay otra manera de ir hacia delante que perforar el compacto muro de lo establecido? No tendremos más remedio que embestir a molinos y acabar con la osamenta por los suelos. 
A Don Quijote le daba fuerza su locura. ¿O eran su honradez y su integridad? Toda novedad invoca a su Quijote. ¿Significa eso que alguien tiene que prodigarse a sí mismo como tributo para que lo nuevo fructifique? Ahí está la historia de Cristo, que nos conmueve tanto, más que por su doctrina, por su inmolación. Ahí está la muerte de Sócrates, patrón de todos los que desafían lo establecido. Y los revolucionarios franceses, que mataron sin contemplaciones para cambiar el mundo y al final fueron engullidos por su propia exaltación. 

Tal vez no se pueda hacer nada nuevo sin un cierto grado de divina locura, pero al cabo tiene que imponerse la lucidez, y lo deseable sería contar con ella desde el principio. De lo que no cabe duda es de que, si uno se atreve a pensar y juzgar y aspira a ser consecuente, más tarde o más temprano habrá que entrar en conflicto con lo viejo: con la costumbre, con la comodidad, con el temor inveterado del ser humano a los cambios. Habrá que cuestionar la cotidianidad y plantarle cara. En la vida de toda persona hay un momento en que hay que elegir entre consecuencia y docilidad, sublevación y rebaño. 
El precio es casi siempre quedarse solo y, a veces, sucumbir. Son las “cumbres frías” de las que hablaba Nietzsche, los menosprecios que hubo de sufrir Zaratustra a su regreso. El premio es el gozo de la autenticidad, el aire puro de las alturas y la satisfacción de lo correcto. ¿Hay término medio? Aristóteles defendía que sí. Lucidez pero cautela; compromiso pero prudencia; valor, pero estrategia. Como aconseja Sun Tzu: “actuar con presteza de acuerdo con lo que sea ventajoso, convirtiéndose así en el dueño del equilibrio”.

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