Conozco a una mujer, atea confesa y militante, que a pesar de ello, al despedirse con un deseo mutuo de reencuentro, suele añadir, casi entre dientes: “si Dios quiere”. A mí me chocaba escucharle precisamente a ella una fórmula que no puedo dejar de asociar con mis abuelas, quienes nunca descuidaban el latiguillo e incluso me lo hacían repetir.
Un día, quizá abusando de su confianza, le pregunté cómo una persona estrictamente racional y materialista como ella, sin ilusiones de dioses o vidas postizas, seguía usando aquella invocación de viejas. Entonces me contó una historia.
De niña iba en coche con su padre, y en un momento dado ella le preguntó cuánto faltaba para llegar a casa. Él le contestó que llegarían en menos de una hora. “Si Dios quiere”, apostilló ella, con la inercia de la educación recibida. “Y si no quiere, también”, replicó su padre, entre carcajadas. De repente algo impactó en la luna delantera y la hizo trizas. Por fortuna no tuvieron accidente y todo quedó en un susto formidable, pero mi querida amiga atea quedó tan requebrada como el vidrio del automóvil, tanto que desde entonces no se atrevió a traicionar la invocación ritual. No por creencia, sino por prudencia; al menos, eso dice.
Mi amiga, aunque no creyera en Dios, se sentía más tranquila invocándolo con una fórmula vacía de convicción, pero cargada de emotividad. Esa incongruencia, en alguien que por lo demás solía ser admirablemente riguroso, me dio qué pensar. Tal vez los dioses, aunque no existan, posean ciertos poderes que no hay que tomar a broma. Los tienen, al menos, dentro de nuestras mentes primitivas.
La mayoría, si no todos, cultivamos nuestros rituales y nuestras supersticiones. Pequeñas incoherencias, si se quiere un poco hipócritas, acaso maquinales, pero que nos dan sensación de seguridad frente a la incertidumbre brumosa del mundo. Al fin y al cabo, nuestra especie abrigó creencias y practicó rituales, sin duda con una entrega mucho más entusiasta que la que dedicó al conocimiento, desde que empezó a tener conciencia de sí misma y de lo peligroso e imprevisible que era el universo. Pensar que los dioses nos castigan cuando no nos consideran dignos tal vez nos cueste vivir atormentados, pero es un precio insignificante si a la vez aporta el alivio de sentir que no estamos solos, que hay fuerzas que pueden lo que no está al alcance de nuestra impotencia, y que si somos capaces de aplacarlas y de ganar su complicidad tal vez nos ayuden cuando lo necesitemos. Concebir un mundo de poderíos invisibles más allá de la opaca superficie que percibimos, puede que nos haga temblar, pero es un temblor soportable si imaginamos que entre esas fuerzas están los espíritus de nuestros antepasados. El mundo se le hace más cálido a quien se siente —por insignificante que resulte— mezclado con él.
El conocimiento es una lucecita temblorosa en medio de la vastedad opaca de la ignorancia, y quizá por eso la creencia precede a la razón, y es más poderosa que ella. También, seguramente, porque la creencia, de la mano de la imaginación, puede llenarse de adornos y emociones, de relatos e intensidad sin cortapisas, mientras que la razón es fría y limitada, de una austeridad violenta y descorazonadora, avanza lentamente y nunca está completa. Las creencias nos reconfortan; nos transmiten una apariencia de seguridad, con sus alusiones a poderes y a dimensiones trascendentes; en cambio, la razón apenas nos conmueve, y siempre nos deja solos, sobre todo frente a nuestra condición mortal. La desnuda superficie de la verdad no tiene agarraderos: ahí reside su hermosura.
Qué genial texto mi gran amigo!!. Te superas.
ResponderEliminarDice mi hermano, refiriéndose a una entrevista laboral: "...tú puedes ser la persona más capacitada del mundo, el hombre ideal para el puesto, el mejor en ese campo, sin embargo, no hay nada que pueda con otro argumento: caer bien".
Como dices, mucho de emotivo, sin saber bien el porqué, y poco de razón, pero así se mueve gran parte del mundo.
Porque, ante todo, somos emocionales. Al fin y al cabo, seguimos siendo una estirpe de cazadores que carga con un cerebro sobredimensionado que, seguramente, aún no ha aprendido a manejar. Nuestro comportamiento no es lógico, para bien y para mal. Triunfan, como dice tu hermano, los que dominan en el terreno emocional, los que demuestran "inteligencia emocional". Pero esas mismas emociones, a veces, nos arrastran en su torbellino y enturbian la lucidez. No tenemos más remedio que vivir en esa tensión.
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