En mi infancia y parte de mi juventud, los datos (la capital de Nosedónde, el año de nacimiento de Nosequién, la lista de los reyes godos o la tabla periódica de los elementos) constituían una especie de extraña riqueza que era atesorada por los memoriosos y esgrimida por los petulantes.
Disponer de datos no era asunto fácil: los libros eran escasos y caros, la tele aún no ofrecía más documentales que los del buitre leonado de Rodríguez de la Fuente, nuestros padres no habían acabado la Primaria. Eso convertía a nuestros libros de texto en puertas a un mundo que parecía inabarcable y llaves de un futuro brillante, y a nuestros maestros en gigantes del conocimiento, porque saber un poco era saber mucho, y sus clases magistrales nos llenaban de admiración.
Ser un buen estudiante se consideraba un mérito (no tanto como jugar bien al fútbol o zurrar con señorío en las peleas, pero mérito al fin), y el conocimiento era un arma cargada de futuro que costaba largas horas de codos en la celda de las tardes de domingo, mientras los otros estaban en el cine. Los exámenes eran memorísticos, pero es que la memoria era una virtud muy cotizada en el mercado del trabajo. Había que saber mucho, y sobre todo había que demostrarlo recitando muchos datos. El joven (o, por fin, también la muchacha) que no lograba destacar por su atractivo o su donaire, siempre podía ganar algunos puntos citando nombres de emperadores romanos o explicando batallas medievales.
Hoy los datos se venden a peso, no sirven ni como calderilla. El big data los ha relegado a la condición de chatarra, que se amontona sin cesar en los vertederos monstruosos de las redes. Las máquinas han sustituido a la memoria y han desvirtuado un saber que, ahora de veras, no ocupa lugar. Google nos pone delante en microsegundos lo que antes requería horas de paciente consulta enciclopédica. El viejo sabelotodo ya no nos impresiona: ni puede abarcar todo lo que se sabe, ni el propio hecho de saberlo sirve para mucho más que ganar en el Trivial.
¿Nos extraña que nuestros hijos no se esfuercen por aprender en la escuela? Han captado perfectamente que el futuro ya no está ni en los libros ni en la corrección ortográfica. ¿A quién le interesa comprender un texto cuando Youtube nos explica lo mismo con atractivas imágenes? ¿Quién quiere expresarse correctamente por escrito si los emoticonos ya transmiten todo lo necesario para comunicarse? Los ordenadores escriben hasta las cartas de amor. Y, en cuanto al conocimiento, se ha convertido en una mera acumulación, tan copioso que es imposible abarcarlo, y tan arduo que mejor dejárselo a los especialistas. O genio o indiferente; o César o nada. ¿Para qué pensar, si ya se ha pensado todo y nos basta copiarlo?
Dicen que en pocos lustros los robots serán capaces de hacerse cargo de casi todas las tareas. ¿Qué oficio les quedará a nuestros hijos? Ya le sobran al mundo, excepto en su faceta de consumidores. Consumen con nuestra pensión y cuando faltemos consumirán nuestros ahorros. Pero, claro, nosotros queremos lo mejor para ellos, y por eso nos negamos a que pasen por lo que nosotros tuvimos que pasar, o sea, a que crezcan y maduren. La aldea global se llena de eternos adolescentes, que no saben lo que vale un peine pero tampoco les hace falta peinarse, que aborrecen lo difícil como una extravagancia incómoda, que se han acostumbrado a la cantidad frente a la calidad. Ignoramos de qué vivirán, pero ellos sospechan que, sea lo que fuere, leer, escribir y saber les servirá de poco. No lamento que las máquinas engullan los datos, lamento que con ellos hayan devorado parte de lo que somos.
Jajaja...la verdad es que me lo paso pipa leyéndote querido amigo. Tu manera de expresarlo ("...zurrar con señorío..." o "...no les hace falta peinarse..."), son una mezcla de realidad y arte. Me encanta.
ResponderEliminarAdemás, retratas con gran acierto muchos momentos de mi propia vida, lo que aún me resulta más convincente.
No puedo más que suscribir tus argumentos, y añadir incluso alguno más en la misma linea.
Por ejemplo, que ya casi ningún número de teléfono memorizamos. El de mi hija me empeñé en memorizarlo porque sentía vergüenza interna de mí mismo si no lo hacía. O como muestra de que no toda tecnología significa paso adelante, valga el asombroso parecido entre los emoticonos y los jeroglíficos egipcios.
Una tarde que andaba por Barcelona, me ví en la necesidad de tener que hacer una llamada de teléfono, y al no disponer del mío, me dí cuenta que no podía llamar. Es decir, en el siglo XVIII no podías telefonear desde la calle, y hoy en día, si no tienes el tuyo propio, tampoco.
Efectivamente, todo parece ir encaminado a un mundo de consumo, en dirección contraria a la Naturaleza y por eso mismo, creo que condenado a la extinción. Jamás he sentido mayor deseo de estar equivocado.
Viendo una película de cine clásico, ya podemos darnos cuenta de lo rápido que ha ido cambiando todo y, si bien se ha mejorado en muchos aspectos, en los concernientes a la autorealización como personas, la cosa no está tan clara. Por ejemplo, viendo una película del año 1951, no recuerdo cuál era, aparece una conversación donde en un momento dado la chica le dice al chico: " Mira, somos 2.500 millones de habitantes en el planeta..." y ahí sentí un escalofrío.
Si te subes al Tibidabo y observas Barcelona en su totalidad, es difícil no ver en ello un hormiguero implacable que continúa extendiéndose sin tregua hasta no dejar espacio vacío.
Yo solo veo dinero en movimiento, y escasa idea de un futuro mejor para todos.
Magnífica tu reflexión sobre los efectos retrógrados de la tecnología...
ResponderEliminarNo tenemos derecho a repudiar la tecnología, al fin y al cabo apoyamos en ella nuestra vida. Por tanto, tampoco se trata de ir hacia atrás, como podría añorar un moralista.
Pero no cabe duda que todo progreso tiene su precio en aquello que nos hace perder... ¿Seremos nosotros ese precio? El problema es que la técnica va hacia adelante tan deprisa, y a menudo con un espíritu tan poco "humano", que uno se pregunta si realmente hay alguien en la locomotora o si hace tiempo que el tren avanza solo y no nos hemos dado cuenta (o sí, pero no tenemos ni idea de cómo recuperar el control...). Ahí reside el vértigo del que hablas con un pesimismo que a mí también me sobrecoge a menudo...
Lo único seguro es que la solución no está en ir hacia atrás. Lo demás está por escribir, y ojalá otros lo hagan mejor que nosotros. ¡Gran saludo!
Bueno, quizá si nos hemos dejado la cantimplora, sí conviene volver atrás para recuperarla. Creo que hay ciertas cosas,como los valores, que son tan importantes que perduran en el tiempo, y que es mejor no alterar. Para adaptarse a los tiempos no es necesario, ni bueno, desechar lo que nos parece antigüo. El tiburón lleva millones de años sobreviviendo con su misma estructura, y no necesita renovarse para ser él mismo y seguir adelante. Eso nos llevaría a preguntarnos: ¿acaso toda evolución es positiva, si con ello va adaptándose a un mundo que va perdiendo valores?.
EliminarMuy acertada tu reflexión sobre la locomotora..jejeje...buenísima.
Fuerte abrazo!!