¿En qué consiste eso de caerse bien o mal? ¿Qué es lo que se juega en el fondo de nuestras simpatías y nuestras antipatías? ¿Cómo llegamos hasta un afecto o el otro? Hay que reconocer que tiene su misterio, y no es extraño que los antiguos lo atribuyeran al capricho de los dioses. La sabiduría popular lo concibe como una especie de “química”: nuestra “composición” nos predispone a una cierta “reacción” en el encuentro.
En efecto: con algunas personas, el intercambio discurre como la seda; desde el principio y sin que haya que hacer nada especial para conseguirlo. Con otras, en cambio, por mucho que nos esforcemos, todo son tropiezos. Nuevas metáforas populares tomadas de la ciencia: a veces nos transmitimos “buenas vibraciones”, pero en otras ocasiones se imponen las “malas energías”. Como en el magnetismo, parece que actúen fuerzas invisibles y enigmáticas, que están en nosotros pero no dependen de nosotros. Se diría que la voluntad no tiene mucho que hacer en la química de las relaciones (al menos aparentemente: también la voluntad tiene sus secretos).
A uno le gustaría llevarse bien con todo el mundo, y en especial con aquellos que reconoce como valiosos. Habría que ver qué es lo que nos hace valiosos a unos a los ojos de otros, pero, sea lo que fuere, lo cierto es que, por más que deseemos un acercamiento armónico, no siempre nos sale, y no solo porque no le caigamos en gracia al otro: hay partes de nosotros que no controlamos, que parece que tengan sus propios gustos y planes, y ponen trabas —a menudo inconscientes— a nuestros propósitos explícitos, los que creemos realmente nuestros y tal vez no lo sean tanto.
Hay que contar con esas emociones y esas motivaciones: emoción y motivación aluden a algo que nos mueve. Solo queda aceptar su abstracta autoridad: de nada sirve forzar los afectos, de hecho resulta contraproducente. Los gestos por seducirnos, cuando nos disgustan, suelen acabar en desprecio o rechazo; y nuestros ardores por conquistar, cuando resultan frustrados, dejan fácilmente un poso de resentimiento.
Para complicar un poco más este rabioso embrollo, el signo de nuestros afectos está cambiando constantemente. Esa inconsistencia debería hacernos prudentes, y persuadirnos de no tomarlos demasiado a pecho. Bien mirado, el carácter mudable de los afectos es una oportunidad: hace que nunca esté dicha la última palabra, y abre el futuro a la sorpresa. Podemos relajarnos: tal vez un día se giren las tornas de lo que nos preocupa. O tal vez no, y ahí es donde reside lo más inquietante y lo más interesante del asunto: no tenemos ni idea de hacia dónde irán nuestros afectos en el futuro. Por tanto, vivámoslos tranquilamente según vienen, como hacemos con los días de sol y los cielos nublados. Dejemos que su viento nos conduzca aquí y allá. Todos son oportunidades y todos son efímeros. Qué le vamos a hacer: vivamos y dejemos vivir.
“Yo sé que hay gente que no me quiere”, cantaba Silvio como asombrado por un súbito descubrimiento. ¿Cómo no? Tampoco yo quiero por igual a todo el mundo. Seguramente los demás tienen buenas razones para no quererme: yo les podría decir algunas. Pero en el fondo no se trata de razones, sino de secretas “afinidades electivas”. Atracciones y repulsiones entre las partículas elementales del corazón. ¿No es eso lo que las impulsa? El mundo danza con esos compases, acerca y aleja, une y separa. Y así la vida se las arregla para no estar nunca acabada del todo. La química convierte al otro en oportunidad para el disfrute o para el fastidio: gocemos de aquel y sobrellevemos este, y que no falte el humor.
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