“Somos lo que pensamos”, suele afirmar triunfante la psicología cognitiva, que aún está de moda. “Creer es crear”, le responde, complacida, la bulliciosa congregación New Age. No es que unos y otros no tengan en cuenta el peso de las emociones: de hecho, nunca se le dio más importancia a los afectos, desde que Goleman popularizó la idea de una “inteligencia emocional”. Pero las emociones no se controlan, y el individuo posmoderno quiere controlarlo todo.
De ahí la aparente paradoja de la expresión “inteligencia emocional”: se supone que las emociones pueden guiarse desde la inteligencia porque su sustrato son los pensamientos. Da la vuelta a estos y cambiarás aquellas, y al final podrás modelarte a la carta.
No puedo evitar verlo con escepticismo. Y no porque rechace que las convicciones incidan en los sentimientos y por supuesto en los actos: ¿tendría sentido, en tal caso, la filosofía? Tantos siglos de pensamiento, ¿quedarían en algo más que literatura, o peor, mera palabrería? ¿Qué valor podría osar atribuirle a mi propio esfuerzo? Claro que el pensamiento influye, pero no creo que pueda llegar muy lejos frente a fuerzas como los genes, la presión social o los hábitos. La voluntad, que es la encargada de traducir las ideas en hechos, es un cúmulo de buenas intenciones que a menudo se pulverizan al chocar con las costumbres, los comportamientos que se esperan de nosotros o las tendencias instintivas. Así que creer es crear, sí, pero siempre que esté secundado por la emoción, la motivación, la estructura del contexto y el impulso de la herencia.
Desde este punto de vista, la tarea de la voluntad humana, su aspiración a conformar su destino, se convierte en algo más complejo que conquistar la mera lucidez, o esforzarnos en que nuestros pensamientos sean “positivos”. Una complejidad ante la cual no tenemos más remedio que mostrarnos humildes, renunciando a esa hubris del razonamiento omnipotente. “No nos afectan las cosas, sino nuestras ideas sobre ellas”, dice con razón el estoico Epicteto; la cuestión es: ¿qué media entre nosotros y nuestras ideas, y cómo podemos influir en sus cimientos, no solo superficialmente? ¿Cómo convertir una intención en un convencimiento consolidado y eficiente, capaz de repercutir sobre nosotros mismos, impregnando las emociones, y sobre el entorno, transformando los roles y sobreponiéndose a las usanzas?
Yo creo que lo que tiene más a mano la voluntad es el acto, por pequeño que sea. Las ideas son demasiado etéreas, se nos escapan, incluso nos engañan, mostrándose aparentemente maleables cuando en realidad se asientan en un núcleo inaccesible. Las emociones pocas veces evolucionan como queremos: tal vez logremos calmarnos insistiéndonos en la serenidad, pero ese triunfo será siempre superficial e inestable: cuando el miedo o la rabia son demasiado intensos, no hay pensamiento que valga contra su envite.
En cambio, casi siempre podemos elegir entre una u otra manera de actuar. Aunque solo sea en gestos simples. Podemos obligarnos a pequeños actos que van abriendo camino; si somos capaces de repetirlos con perseverancia, tal vez se conviertan en un hábito. Y los hábitos sí que tienen fuerza: una vez establecidos, no hay mejor aliado. Harán sencillo lo arduo, en parte por la inercia mecánica de su realización, y en parte porque ellos sí que influyen en las emociones. Es el cuento del viejo loco que quiso mover montañas: simplemente, empezó a hacerlo y luego siguió y siguió. Un día los dioses, conmovidos, decidieron secundar su deseo. Son los actos los que transforman las emociones y las convicciones, y con ellas la vida.
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